Luis Armando González
Con extrema preocupación he leído las noticias que hablan de supuestos “toques que queda” ordenados por grupos criminales. No menos preocupación e indignación me han causado algunos videos en lo que, presuntos miembros de esos grupos, vapulean, con sendos bates a ciudadanos indefensos, a los que se recrimina –y se hace culpables y merecedores de la paliza— por andar en la calle. Persona pacífica como soy, no concibo que un ser humano pueda propinarle a otro ser humano –o a cualquier otro ser vivo— garrotazos sin sentir vergüenza de sí mismo. Pero qué se le va a hacer: la condición humana es tal que puede moverse entre los extremos de la bajeza más abyecta y las virtudes más elevadas.
Con todo, lo que me queda claro es que, de ser ciertas esas acciones atemorizantes de miembros de organizaciones criminales –es decir, de ser ciertas las “órdenes de toques de queda” y la autoría de las palizas a ciudadanos indefensos—, con ello estarían sumando más acciones delincuenciales a su historial de violaciones a las leyes de la República. No suscribo la tesis –que algunos periodistas y analistas parecieran suscribir al menos implícitamente— de que esas agrupaciones y sus miembros son interlocutores del Estado, contrapartes o equivalentes, y que en virtud de ello gozan de algún tipo de legitimidad política-institucional. El poder fáctico que puedan tener en determinados territorios no es equivalente a un poder legítimo de ningún tipo.
En consecuencia, no tienen ningún derecho a imponer restricciones, sanciones o castigos a los ciudadanos. Esa potestad le corresponde única y exclusivamente al Estado. Cuando particulares asumen indebidamente esa potestad, violan flagrantemente las leyes vigentes y, al hacerlo, cometen actos delincuenciales. En el caso particular que se comenta aquí, los miembros de grupos criminales usurpan una función que corresponde al Estado y ejercen terror y violencia en comunidades, barrios y colonias. Es algo absolutamente intolerable; y solo personas que han perdido el sentido de la realidad –periodistas o no— pueden creer que esas acciones deben ser alabadas o publicitadas como si se tratara de un logro por parte de quienes desafían a la sociedad y al Estado con sus actividades criminales.
Así que los grupos pandilleriles y sus miembros, cuando vapulean a ciudadanos o “decretan” toques de queda por las razones que sean –en el presente, para forzar a los ciudadanos a que no salgan de sus casas por la emergencia del coronavirus— suman otras nuevas actividades criminales a las que durante casi tres décadas han venido golpeando (y siguen golpeando) a la sociedad salvadoreña. Es decir, suman otra cuota de dolor a las más que suficientes que tienen las familias pobres de este país.
Parecen no tener conciencia del daño extraordinario, acumulado en lo que son ya muchos años, que causan a la sociedad; y, en lugar que asumir una legitimidad que no tienen –y de la cual derivan derechos inexistentes—, harían un gran bien a la gente si dejaran de delinquir. Tienen la obligación –la única que les concierne por obrar en contra de la legalidad— de dejar de hacerlo, y si no cumplen con esa obligación, el Estado salvadoreño tiene la obligación y potestad para someterlos al imperio de la ley. Aquí no hay dónde perderse.
La sangría de la historia reciente de nuestro pais, resultado de actividades criminales, supera con creces –y es casi seguro que los números así lo reflejarán cuando pase esta emergencia— el dolor, desolación y muerte causados por el coronavirus. Pero, aunque el impacto fuera semejante, las diferencias entre los agentes causantes son abismales: por un lado, se tiene virus que obran sin voluntad ni conciencia; por el otro, seres humanos que se dedican a planificar acciones que violentan la dignidad y el derecho a vivir sus semejantes. No haber contenido esta fuente de dolor es una de las tragedias de El Salvador; y aquí, como en otras situaciones, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
En cuanto a algunos periodistas que parecen entusiasmarse con el poder criminal, creo que son unos imbéciles, que tuercen el sentido del periodismo genuino que no está reñido, en lo absoluto, con el respeto a las leyes ni con el cultivo de una convivencia humana pacífica, decente y respetuosa de la dignidad de nuestros semejantes.
Cuando he podido leer sus notas, o informaciones pretendidamente “audaces”, sobre una amenaza pública lanzada por grupos criminales, me he confirmado en mi apreciación sobre ellos: imbéciles que están ayudando a sacarle filo a la estaca que se está clavando en las costillas de cualquiera que tenga algo apetecible para criminales insaciables.