José M. Tojeira
Después de los objetivos del milenio, cuya fecha final fue el 2015, la ONU ha lanzado los objetivos de desarrollo sostenible, que tienen de plazo hasta el 2030. Son 17 objetivos que pretenden solucionar al menos tres graves problemas de la humanidad: En primer lugar erradicar la pobreza extrema. Iniciar al mismo tiempo un proceso sistemático de lucha contra la desigualdad y la injusticia. Y finalmente solucionar la amenaza del cambio climático, sin cuya superación será imposible desterrar la pobreza extrema. En este contexto el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD, ha realizado su último informe de desarrollo regional para América Latina y el Caribe. La pobreza, la desigualdad y la violencia continúan apareciendo en el informe, aunque se recogen también una serie de avances en la superación de la pobreza. El desafío ahora es impedir una nueva caída en procesos de retorno a la pobreza, en medio de la crisis de los productos de exportación y la ralentización del crecimiento económico.
En medio de esta problemática, el informe tuvo la buena idea de investigar entre la gente de nuestros países latinoamericanos, lo que para las personas comunes de nuestro subcontinente son las claves del progreso personal e individual. En medio de una amplia variedad de respuestas hay tres elementos que se repitieron de un modo sistemático, prácticamente en todos los países. Los entrevistados en la investigación dicen que para salir de los problemas de pobreza, violencia y desigualdad son indispensables tres elementos: La educación, el trabajo digno y el apoyo familiar. Tres dimensiones clave que deberían estar presentes en toda elaboración de políticas públicas y en todo programa político serio. Y sin embargo, a pesar de los retos que tenemos, a pesar del pensamiento noble y sencillo de nuestro pueblo, ni la educación, ni el trabajo digno ni la protección de la familia aparecen como prioritarios dentro de los proyectos de desarrollo, o incluso dentro de los sistemas de transferencias y subsidios.
La educación, nunca lo repetiremos en vano, no se está impulsando al ritmo necesario para salir del subdesarrollo, de la vulnerabilidad y de la desigualdad. En tiempos de ARENA se hizo un esfuerzo inicial tras la firma de la paz que consiguió prácticamente universalizar la primaria. Después la lentitud y la ineficiencia se hicieron dueñas del sistema público, salvo algunas excepciones. Con el FMLN pareció que despertaba un nuevo impulso y un crecimiento mayor de la relación entre el PIB y el presupuesto educativo. Cuando crecieron las esperanzas y se formuló un ambicioso plan de reforma educativa se produjo, casi simultáneamente, una especie de estancamiento en los fondos dedicados a educación. Si el fenómeno fuera coyuntural se podría tolerar. Pero todo hace pensar que el frenazo va para largo, vista la situación económica.
El trabajo digno está también en crisis. La cerrazón de la patronal salvadoreña y sus cómodos sindicatos amigos a una revisión seria del salario mínimo muestra la incomprensión del valor trabajo como fuente de desarrollo. Los escasos planes de formalización del exceso de trabajo informal existente, la parálisis del seguro social, que no acaba de integrar en un sólo sistema de salud a todos los salvadoreños, la fuga sistemática y elitista de capital público hacia formas de seguridad privada pintan un mal panorama para el desarrollo del trabajo con salario digno o justo. La inquietud en la ciudadanía persiste en este aspecto y hay que felicitar a una abogada que recientemente introdujo un amparo constitucional pidiendo la declaración de inconstitucionalidad de la actual legislación que regula los múltiples salarios mínimos. Una adecuada regulación de los salarios, tanto a nivel privado como público, es un paso indispensable para el desarrollo salvadoreño. Lo contrario será continuar en la pésima tradición de desigualdad y violencia, estructural y delincuencial, que ha caracterizado a nuestro país tradicionalmente.
La familia queda como el último reducto. Hace años decían algunos estudios que los migrantes en Estados Unidos que enviaban una mayor proporción de dinero a sus familiares, con respecto al salario que recibían, eran los salvadoreños. Aun en medio de la disfuncionalidad y problemas de algunas familias, lo cierto es que la familia sigue siendo en El Salvador la mayor y más fuerte fuente de seguridad y apoyo frente a la pobreza, la violencia y la vulnerabilidad. La solidaridad intrafamiliar es indudablemente un factor positivo en los esfuerzos en favor del bienestar y el desarrollo. Pero la familia salvadoreña tiene mucha veces que actuar en solitario. El estado no la protege apenas frente a la violencia. Las redes estatales de protección social son débiles, inequitativas y están con frecuencia pensadas en favor de los minoritarios estratos de clase media.
¿Qué hacer?, podemos preguntarnos. En educación es evidente que necesitamos optar por planes de largo plazo, ambiciosos y universales. Si no iniciamos un recorrido que en un plazo relativamente corto eleve al doble la inversión actual de educación, nunca superaremos ni el subdesarrollo ni la violencia. El trabajo hay que empezarlo a considerarlo de otra manera. Si bajo cualquier punto de vista lógico, el trabajo es económica, humana y moralmente más importante que el capital, no es lógico que continúe, en lo que respecta al salario mínimo, sujeto a controles de patronales sin conciencia social. Y la familia permanece como gran desafío. Evidentemente hay que protegerla frente a derivas violentas, machistas o situaciones de muy diverso tipo marcadas por el abuso y la amenaza. Pero además de protegerla frente a derivas negativas, hay que apoyarla tanto en lo que respecta al trabajo y la educación como en los derechos a la propiedad, el crédito y la vivienda digna. Invertir en la familia es la inversión más sólida. Y al estado le toca diseñar planes y proyectos que tengan en cuenta este primer núcleo social, sin el cual no habrá convivencia ni futuro.