Victor Corcoba*
En nuestros días, el ser humano vive en permanente crisis, muchas veces resignado a una insoportable mundanidad, donde aquello que no es poder apenas interesa. Deberíamos reorganizarnos, reforzar los vínculos hacia nuestros análogos, retornar a la experiencia del amor, reanudar otros caminos de mejor realización humana, pues cada día es más complicado ocultar nuestro deterioro afectivo. Hay una falta de escucha y de comunicación sin precedentes. La desunión de las familias es un claro testimonio del aislamiento social que vivimos. Hemos llegado al cenit del absurdo. De ahí, la necesidad de prestar más oído al corazón, cuando menos para no tomar decisiones apresuradas; pongamos, por caso, la moda del divorcio. A veces nos asustan los problemas y pensamos que la experiencia matrimonial no vale la pena proseguirla y rápidamente buscamos huir de nosotros mismos, sin dejarnos acompañar por nadie, sin sentir por nadie. Ante esta situación, observo que hay una necesidad de agentes reconciliadores o de mediación. Ciertamente, los recursos para reorientarnos son muchos, pero más allá de los modismos que nos disgregan y de las situaciones complejas que se nos puedan presentar, hemos de repensar mucho más sobre la manera de crecer en ese amor hacia nuestros análogos. No desgastemos energías en egoísmos que no valen la pena y pongamos por costumbre ocuparnos y preocuparnos por aquellos que piden nuestro auxilio en cada momento.
Por momentos, podemos ser el instante preciso para salvar una existencia; y, por consiguiente, el instante precioso además. Sea como fuere, hay que hacer más el corazón y menos encender contiendas inútiles. En las últimas jornadas, hemos oído decir a la Comunidad Internacional que hay que alentar a los gobiernos a invertir más en esas personas que necesitan ayuda, y desde luego que sí, pero también hemos de activar otra conciencia más solidaria, que sepa acompañar y fortalecer vidas. Ningún ser humano debe sentirse abandonado a su suerte. Todos necesitamos de todos, porque hasta la misma dignidad humana nos exige que cada uno viva desde dentro, pero sin actitudes deshumanizantes y antisociales. A mi juicio, estamos llamados a socorrernos, máxime en un tiempo de tantas incertidumbres y flagelos. En 2013, la Asamblea General de Naciones Unidas, sostuvo una reunión para evaluar el Plan de Acción Mundial. Los Estados miembros adoptaron la resolución A/RES/68/192 y designaron el 30 de julio como el Día Mundial contra la Trata. En dicha norma, se señala que el día es necesario para “concienciar sobre la situación de las víctimas del tráfico humano y para promocionar y proteger sus derechos”. Yo diría más, pues a poco que miremos a nuestro alrededor, veremos que estamos en presencia de tantos abusos, que cada amanecer son más los que deciden escapar de los conflictos armados, la pobreza, la inseguridad alimentaria, la persecución, el terrorismo o las violaciones y abusos de los derechos humanos.
Quizás tengamos que oírnos más las entretelas del corazón para no sentirnos unos extraños en este planeta en el que todavía hemos de combatir la trata de personas y el contrabando de migrantes. Pensemos en la cantidad de víctimas potenciales de tráfico sexual que llegar por mar a Italia, que según las últimas estadísticas, aumentó un seiscientos por ciento en los pasados tres años, tal y como ratifica un nuevo estudio de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM). No podemos continuar con este crimen trasnacional que devasta las vidas de miles de personas y causa un sufrimiento indescriptible. Hemos de salir a dar amor. Tal vez tengamos que saltar de la burbuja de endiosamiento en la que vivimos para despertar la capacidad de ponerse en el lugar del otro y de dolerse por su sufrimiento cuando se le ha tratado peor que a un animal. Está visto que nos falta cariño y nos sobra agresividad. Se requiere, por tanto, volver a ese mundo interior herido, que ni siente ni padece por ninguno, de manera que podamos reactivarnos humanamente, y así poder reconciliarnos, primero con nosotros mismos, luego con nuestros semejante, y al fin con la sociedad en su conjunto. Lo que sucede es que caminamos adoctrinados para no divisar nada, y nos quedamos presos por la indiferencia, por lo que aparte de requerir de la ayuda de los demás, también necesitamos un camino moral que nos renazca y nos reeduque en un pensamiento libre y responsable. Esta es la cuestión, disgregada la familia, se pierde también la primera y prioritaria escuela de los valores humanos.
Por desgracia, nos hemos hecho a la calle, al hoy de las redes sociales y a la ventana de la televisión, sin criterio alguno, lo que ha debilitado enormemente los estéticos principios recibidos, en otro tiempo, en la vida familiar. Y así, ahora, tenemos lo que tenemos, una humanidad deshumanizada, inhumana a más no poder, que despide odio y venganza por todos los puntos cardinales del camino por los que transita. Desde luego, se echa en falta esa hospitalidad, esa espiritualidad de familia que acoge, haciendo más familia en definitiva, como misión que la gente con corazón propicia. Tampoco desesperemos por nuestros límites, pero tampoco renunciemos a ser más activos humanamente, o sea, más generosos, sabiendo que la verdadera generosidad para con el futuro, como decía el inolvidable escritor francés, Albert Camus (1913-1960), “consiste en entregarlo todo al presente”. En consecuencia, si fundamental es aliviar la pobreza, reducir la desigualdad y proteger el medio ambiente; no menos substancial es dejarse transformar por ese amor, que si es auténtico, jamás se agota, porque perennemente nace del corazón de cada persona y pasa a través del alma de cada uno de nosotros, que es verdaderamente aquello por lo que vivimos, sentimos y pensamos.
Cuántas personas se sienten extrañas a sí mismas y no se reconocen en este desorden en el que habitan. Demandan volver a reencontrarse en otros espacios más justos, lejos de políticas interesadas o de intereses de grupos financieros. Considero que es una vergüenza los comportamientos de algunas gentes sin escrúpulo alguno. La peor corrupción es ese espíritu de inhumanidad que nos gobierna subterráneamente, intentando separarnos siempre. Por ello, una vez más digo, que es el momento de la acción, de la participación, de no resignarse. Ahora tenemos la ocasión de proveer otro clima más armónico, de prosperidad y dignidad para todos en un planeta sano y no podemos fracasar. La labor es ardua, pero nada es imposible cuando trabajamos juntos en alianza, ya que esta diversidad globalizada nos enriquece como jamás y contribuye a la cohesión social. Por eso, cuesta entender esa demonización solapada hacia los refugiados o migrantes, que aparte de atentar gravemente contra los valores de dignidad e igualdad de todos los seres humanos, agita la violencia racial.
Igualmente, llevamos años prometiendo que nadie se quede rezagado, pero no pasamos de los buenos deseos a la realidad. De hecho, la ayuda destinada a la educación ha disminuido durante seis años consecutivos y en 2016 alcanzó sólo 12.000 millones de dólares, un 4% menos que en 2010, según revela un estudio reciente de la UNESCO. No olvidemos que el factor educativo es un motor de cambio imprescindible. Dicho lo cual, es necesario revisar continentes y contenidos, pero con otros lenguajes más éticos, admitiendo que el camino del diálogo ofrece fundadas ilusiones en un mundo de cultura pluralista, pero que no puede distanciarse de ese fondo anímico, o si quieren, contemplativo. Quizás nos convenga, pues, no para que no se pierda un solo talento por falta de oportunidades, sino para saber algo tan básico como convivir y tener conciencia de la honestidad, con lo que ello significa de avance social, al menos para templarnos ante las dificultades de la vida.
*Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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