Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…

Le agradezco a Metztli/Metsti, Encargada de la Biblioteca de Aztlán, autorizarme la consulta de una sala proscrita en el Chicômôztoc…

Los archivos del olvido consignan que unas rocas partidas a manera de cueva se levantan en la cumbre de una montaña. Yo no lo sé, sólo transcribo documentos extraviados en palabras legibles. Desde ese sitio se divisa la lejanía en hondonada húmeda. El rocío desciende entre las lomas hacia la costa en riza. Los días sin neblina, la espuma del mar remeda las nubes al horizonte. Los índices lo llaman Xulutepet o Xulupetec; Chulutepet o Chulutepec. Cerro el Chulo, según otras paleografías difusas. No lo sé a ciencia cierta, quizás divague entre mitos cuya explicación sea la de un fugitivo (choloâni/chuluani) que infringe la ley aldeana. Tal vez sea la presencia de un recién nacido (xulut) en calco divino.

No lo sé. Amenaza o esperanza. En varios legajos las raíces choloâ, “huir, saltar, ausentarse”, y xoloâ, “se resbala; se pliega/arruga”, se funden en un solo radical al asimilar la consonante inicial: ch, x (sh). También los sumarios alternan la vocal o en u: xuluâ (sea â vocal larga). La secuencia Choloâ > Chuluâ > Chulua > Xulua explica —así le refieren a mi ignorancia de novato— cambios paulatinos que se escalonan de norte a sur, del altiplano a la costa. En reversión, hacia las estepas del origen mexicatl se vuelve mexicano, xicano, chicano.

Desde esos agujeros —refiere la tradición escrita— las almas emigran hacia mundos paralelos al Planeta. Las ánimas parten al desprenderse del cuerpo que, por un instante, las aloja en el reino de este mundo. La Deidad que las guía recibe el nombre de Xulut —Xolotl hacia el norte— a quien pliegos casi ilegibles identifican con la Estrella Vespertina, de igual manera que su doble —Nextamallani, la Nistamalera— reitera la Estrella Matutina. En su dualidad asombrosa cada miembro del duplo recibe distintos atributos. Hacia el alba resulta Señora Tortillera quien se despierta presurosa a preparar la masa. La convierte en alimento cotidiano de esas comarcas tórridas. Hacia el crepúsculo se vuelve astro —Mozo Diligente— quien bajo un aspecto a veces lúgubre encamina a los muertos hacia su destino postrero. Sea cual fuese el hado del difunto —redención o castigo— se augura un viaje re-volucionario de reencuentro con el origen. El alma es eterna —dicen, yo no lo sé— por lo cual existe desde el principio hasta el fin de los tiempos. Revestida a veces de distintos atuendos terrestres.

Morir es regresar del aire húmedo hacia el lugar donde el espíritu espire. Honre su nombre de soplo y, en reverso, lo inhalen los pulmones recónditos del Cosmos. El verdadero retorno de los humanos es la muerte, como el alimento también emigra de su vestimenta original hacia el cuerpo extraño que lo absorbe. El intenso debate ancestral dilucida si esa cumbre escindida entre las rocas califica como ente vivo o lugar sagrado. Así se crean dos escuelas filosóficas que por siglos contienden el verdadero nombre del sitio. La doctrina que lo percibe en personaje vivo lo bautiza Xulutepet/Chulutepet, “es el cerro Xulut/Chulu”; la que lo imagina en lugar, Xulutepec, “es en el cerro de Xulut/Chulu”, donde Xulut nombra al paje o ayudante perruno y chulu al fugitivo y prófugo. Xulut averigua la manera más directa de recorrer el laberinto de vías que transporta al origen, así como su contraparte femenina y diurna elabora el sustento diario que desciende nutritivo por el esófago. Según Venus Matutina, también en la nutrición el bolo alimenticio se evade hacia los interiores cavernosos de lo ajeno. Chulu —se dirá después— asienta una figura más reciente.

Xulut anticipa el Virgilio de Dante, dicen otros registros heréticos. Somos fugitivos —choloani/xulul, indican cédulas secretas— de vida en alimento y muerte, hasta alcanzar el Porvenir. Almas prófugas escondidas por un instante en el cuerpo humano que las cobija. Acaso los tiernos nacen cuales plantas que brotan en germen de la tierra. Cual Venus Vespertino ascienden hacia el paraíso celeste de los Astros o al terrestre de los humanos. Unos y otros siempre emergen desde la gruta de los comienzos.

***

Con el pasar de los tiempos —relatan también, yo no lo sé— los conquistadores imponen nuevos Dioses. No sólo unifican los antiguos —bajo un término ambiguo que admite el plural infame— sino los entierran sin mayor gloria. Los identifican a su antónimo indeseado: el Diablo. Siempre es igual, el Dios de mi contrincante es diabólico; el mío, divino y verdadero. Eso inscriben glifos barrocos. Por tal razón, llaman Demonios a los antiguos Dioses, cambian los nombres de las cosas y lugares, a la vez que causan la zozobra de lo añejo. Ahora el pretérito yace en la memoria. Bajo tierra abona el presente marchito de la historia. Así se olvida toda diferencia entre el ser y el estar, entre la entidad (-t) y el lugar (-c). La lengua actual no distingue los objetos de los parajes que habitan, sino les impone un género anodino. Tan extraño a las cosas que confunden el puerto de entrada al Más Allá —las cavernas de la Tierra— con la puerta de una casa o habitación. Ya no celebran ni cuidan del entorno salvo para su provecho comercial.

Por sus acciones funestas, los colonizadores siembran la inquietud del medio ambiente: piedras, plantas, animales y humanos. Aprovechan su señorío al apoderarse de tierras y pobladores. Al Mundo lo despojan de su aureola sacra. La naturaleza deja de ser misterio, sin vocación de experiencia viva. Ofendida, ya no le ofrece el asiento beato a sus habitantes. Sus fechorías se disfrazan de civilización y se tornan diabólicas. A los brazos y piernas les imponen el tuerce de un derecho. Braceros los unos; pernadas, las otras. Toda acción la justifica la tasa de su conquista. Si el pueblo exige justicia, su reclamo se vuelve furor entre los magistrados supremos. Los mismos que defienden la vergüenza. La falta de moral causa la revuelta.

Al opresor —hacendado revestido en lujo oscuro— lo acorralan y temeroso huye hacia las peñas que escinde al esconderse. Desde su refugio brama sonatas perversas. Bufa arrinconado entre las piedras abiertas —xolohuia, xuluwia— que majan y machacan como la mano en el molcajete al elaborar la salsa. Bufidos de toro —jadeos de garañón en celo— amedrentan aún a los pobladores por su poder destructivo. En la montaña donde los peñascos desgajan la angustia, los sentidos se multiplican en espejeo. El ansia de muerte y opresión gira hacia la firmeza; el afán de alimento y justicia languidece. Riscos quebrados, en quebranto como esqueleto mutilado de la Tierra. Y el lamento olvidado de sus habitantes. La Puerta del Diablo —La Entrada de los Diablos— ofrece el emblema de la intrusión mandona a un pueblo indígena. Eso transcriben legajos anónimos. Yo no lo sé. Mas parece que en esos lares remotos los estratos sociales se escalonan al copiar la geografía en pirámide.

Luego surgen nuevas tendencias que siempre urden igual pretexto. Todas estas corrientes —eso dicen, yo no lo sé— anhelan sustituir la mentira de sus antecesores por la verdad absoluta que vanidosos administran. De nuevo cambian los nombres a su antojo al argüir dogmas pretéritos hasta ahora desconocidos. Así sucede siempre en esas comarcas donde no hay razón del diálogo ni visiones alternativas de lo mismo. Sólo reina el poder de quien le otorga el verdadero nombre a las cosas. Quien nos nombra a nosotros —relatan folios raspados— para investirse de sabio y soberano. No asombrará que de la misma manera en que hoy destierran la encomienda de Xulut —la Estrella Vespertina— en breve censuren el quehacer de Nextamallani al prohibir la producción de tortillas, el alimento de esa comarca.

Ambas actividades —masa y alma en abandono del Mundo vivo— se conjugan en la dualidad que ahora unifica el nombre de Venus. Ni Estrella ni Astro, sino doble enlace entre la alimentación y la muerte. Vínculo ahora imperceptible ya que “quien mata en nombre de la justicia no es culpable”, según el nuevo mandamiento de quienes defienden la vida. Desacralizan el Planeta que resiste la invasión entre huracanes y temblores. Entre crisis económica y desgaste político. En breve, rebautizarán también los días, las estaciones, los meses y los planetas. Administrarán el nombre de todo aquello que contravenga su designio. Ya en ese entonces, Venus —Estrella y Planeta desdoblada— nos negará su luz. La cuna natal del sustento matutino — el réquiem nocturno del reposo.

Siempre el Tlatoani —rey y hablante— nombra el Mundo a su arbitrio. Empero la memoria persiste. Resiste y desde el exilio que le impone el nuevo imperio de la palabra, recuerda su huida: choloa, chulua, xulua. Fugitiva ahora —choloani, xulul— la evocación lejana abre la boca —camacholoa, kamaxulua— ante el asombro de la incultura que la angustia, netequipacholoa, netekipaxulua. Yo no lo sé pues ya estoy muerto. Sólo descifro la lápida que se yergue sólida sobre mi sepultura en refugio: choloacoyan, choloâyân.

¿Xulutepet, Xulutepec, Chulutepet, Chulutepec…? Ya nada sé. Empero, ávidos, los niños recaudan cascajos dispersos del olvido. Pétalos sólidos de flor que el Cipitío esparce a lo remoto. Entre juegos, los cipotes insisten que la escritura semeja su conciencia despejada. Se asombra ante un Universo en silencio y lo descubre inefable hasta glosarlo en un balbuceo de letras.

Tres Mil

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