ONDINA ABRAZA LA LUZ

Daniel Baruc Espinal

Poeta y escritor

 

De mi padre solamente recuerdo que un día, estando yo muy chica, salió para la guerra y no volvió.

Mi madre me hacía arrodillar cada noche ante la cama y me obligaba a pedirle a Dios que lo cuidara mucho, que lo protegiera de sus enemigos y también de las acechanzas del maligno.

El día que mi madre cayó en cama, después de que un hombre con un uniforme igualito al de mi padre vino y se sentó a platicar con ella, en voz muy baja, fue uno de los primeros días en que experimenté la soledad. No sabía cómo se llamaba aquello, esa sensación extraña, ese “no sé qué” que me hormigueaba entre pecho y espalda. Pero era doloroso.

Antes de irse, el hombre me puso su mano enorme en la cabeza, me regaló una paleta de limón y dejó a mi madre hecha un mar de lágrimas. Esa misma tarde a mi madre se la llevaron al hospital y ya no tuve quién me recordara que cada noche debía rezar a Dios para que protegiera a mi querido padre.

Quizás por eso mi padre no regresó de la guerra, seguro estaba enojado de que yo me  olvidara de pedir por él.

Fue como a la semana cuando recordé que no había hecho mis oraciones. Era medianoche y soñaba que yo también estaba en medio de la guerra. Aquel era un lugar extraño. Una especie de parque donde todo, árboles, bancas, miradores, columpios y toboganes estaban hechos de una materia parecida al humo.  Allí estaba mi padre sentado, leyendo un libro como hacía siempre.

Recuerdo que pensé, qué tontería, venir tan lejos para hacer lo mismo de siempre, para ponerse a leer un libro. Llamé a mi padre por su nombre y él volteó a mirarme, pero no me contestó.

Esto es tu culpa, dijo después de un largo rato. Entonces me di cuenta que un pájaro negro, parado sobre su hombro izquierdo, le estaba haciendo un agujero en la mejilla. Era como si mi padre fuera un árbol. Empecé a asustar al pájaro para que se detuviera, ssshh, ssshh, le decía. Pero el pájaro ni me miraba, seguía cortando a mi padre con su pico, y mi padre seguía leyendo. Por segunda ocasión levantó los ojos del libro, me miró fijamente y dijo —es tu culpa.

Desperté sobresaltada y me tiré de la cama, en medio de una oscuridad terrible y arrodillada sobre el piso frío puse las manos como mamá me había enseñado. Luego articulé algunas titubeantes frases que no sé si Dios pudo entender. Esa noche, temblando por el frío que me subía por las rodillas, regresé a la tibieza de las cobijas de mi cama y me quedé escuchando el murmullo de la noche sobre el campo. Todavía durante el desayuno seguía pensando en ese pájaro negro que picoteaba a mi padre en medio de aquel sueño.

Mamá tampoco regresó. La abuela me dijo que estaba en coma y yo quise preguntarle qué tan lejos de nuestra casa quedaba eso, pero no me atreví. La abuela no era mala, pero era una mujer que nunca sonreía. Tampoco me pasaba las manos por la cabeza, como lo hacía mamá, ni me contaba historias de princesas y de dragones, como lo hacía el abuelo. Su nombre era Antonio y había sido maestro en un pueblo cercano donde íbamos a menudo. La gente lo saludaba, en las calles, con mucho respeto y con admiración, casi con cariño. A mi abuelo le traían niños y el abuelo les acariciaba la cabeza o les apretaba la nariz graciosamente, como lo hacía conmigo. Mi abuelo era un hombre cariñoso. Mi abuela no. A mí me consta que cuando el abuelo quería abrazarla, ella lo hacía a un lado y seguía cambiando los manteles bordados de la mesa de la terraza, sacudiendo los muebles o cambiándole el agua a los jarrones donde flotaban ramos de aves del paraíso.

El abuelo sí sabía abrazar. Era tierno y muy suave, como de algodón. Me gustaba agarrarle las arrugas y desarreglarle sus bigotes blancos. Algunas veces mi abuelo se sacaba la dentadura postiza y me asustaba con ella —¡Buh…! —me decía.

Yo ya no me asustaba, pero fingía hacerlo, para verlo feliz.

El día que ya no volví a ver al abuelo ya ni siquiera me acordaba de mi padre. Los años habían pasado y con ellos el poco contacto que yo recordaba haber tenido con él. Recuerdo que era martes y que cuando volví de la escuela la casa estaba llena de gente que hablaba en voz baja y tenía cara de que algo había pasado.

Mi abuela con los ojos enrojecidos, como los tienen algunos conejitos al nacer, le dijo a Estefanía que me llevara a dar una vuelta por el pueblo. Yo no quería irme, deseaba más que todo saber lo que pasaba, pero mi abuela me miró como acostumbraba mirarme cuando su voluntad debía ser obedecida sin chistar.

Estefanía me tomó de las manos y me llevó al parque. De allí fuimos a una fonda y me compró una hamburguesa y unas papas fritas. Después caminamos sin prisa, tomadas de las manos, hasta la casa de Julieta y de Roxana, hijas de la mejor amiga de mi madre. Estefanía se sentó a hablar con la mamá de aquellas niñas mientras nosotras jugábamos a las muñecas sobre el piso de madera de la sala de costura.    Casi al anochecer regresamos a casa. Ya no había nadie. Sólo estaban las sillas en desorden. Los trastos sucios, las tazas de café con el fondo oscuro donde Estefanía solía leerle el destino a las vecinas.

— Acuéstate —me dijo Estefanía, y me condujo hasta mi cuarto, hasta mi cama. Allí me ayudó a desvestir,  a ponerme la pijama, y me besó en la frente.

Sentí bonito. Entonces recordé que mi padre también me había besado la frente antes de irse para la guerra. Pero su beso fue muy frío, como si hubiese tenido un invierno entre los labios.

Desde ese día en que salí a pasear con Estefanía el abuelo se hizo invisible. La casa estaba llena de su aroma, pero no  podía verlo, ni tocarlo, ni asustarme con su dentadura postiza que se movía entre sus manos como si hiciera mucho frío. También el vaso de agua en que guardaba el abuelo su dentadura durante las noches desapareció, y toda su ropa. Sólo quedó su retrato sobre la repisa de la sala, con una veladora encendida a un lado suyo que hacía que sus ojos parecieran moverse mientras las llamas bailaban sobre el reflejo del vidrio.

Le pregunté a mi abuela por mi abuelo. Pero me dijo que estaba en el ático, que se había mudado allí para descansar, para que no lo molestaran. Dijo que allí leía y veía televisión y me miraba por la ventanita cada vez que yo salía y regresaba de la escuela.

Siempre que yo subía al camión escolar miraba hacia allí, a ver si podía descubrir a mi abuelo tras las celosías, espiándome.

Cuando jugaba con mis amiguitas en la casa, después de haber hecho las tareas, siempre les decía que no hicieran mucho ruido para no molestar al abuelo que estaba en el piso de arriba, descansando.

Me miraban y se reían por lo bajo, lo que indicaba que les importaba un pepino molestar a mi abuelo. Cuando me portaba mal, mi abuelita me amenazaba con subir y contárselo al abuelo. Por supuesto que yo le suplicaba que no lo hiciera y me doblaba ante sus requerimientos y sus condiciones.

Cuando ya se acercaban las navidades decidí contravenir las órdenes expresas de la abuela, que era la única que podía entrar y salir del ático donde vivía mi abuelo, y con pasos felinos subí las escaleras a la hora de la siesta, cuando mi abuela dormía con la boca abierta, en una de las mecedoras de la terraza.

Cuando estuve frente a la puerta cerrada, empecé a temblar. No sabía si el abuelo se enojaría conmigo por visitarlo o si estaría feliz de verme. De todas maneras, eran sus órdenes las que normaban mi vida.

Mi abuela decía —tu abuelo quiere que hagas esto o que no hagas lo otro. Y su voluntad era ley. Así que empujé la puerta del ático con suavidad y entré sin hacer ruido.

Contrario a lo que había esperado, en el cuarto no habían más que cajas viejas colocadas en desorden. En una mesita de hierro había un retrato más reciente del abuelo, cinco veladoras encendidas, un crucifijo y el vaso de agua donde el abuelo guardaba su dentadura postiza. Un poco más allá, sus lentes bifocales y su bastón, acostado sobre la mesa.

Saqué la dentadura postiza del agua, la moví entre mis manos como el abuelo la movía para asustarme o para hacerme reír y acunándola contra mi pecho, me senté a llorar en medio de todas aquellas cajas viejas, llenas de polvo y de recuerdos.

Antes de que cayera la tarde de aquel mismo día mi abuela, que colocaba las tazas de porcelana china dentro de la alacena, me dijo que el abuelo quería que me bañara temprano e hiciera las tareas antes de sentarme a la mesa. Yo iba para el jardín. Desde la ventanita del ático había visto un pájaro tirado a los pies del árbol de tamarindo, pensaba recogerlo y hacerle un funeral digno, pues empezaba a entender qué era la muerte.

Miré a mi abuela de soslayo y le dije que el abuelo me había dado permiso de jugar en el jardín todo lo que quisiera. En ese momento no supo qué contestarme. En cambio yo me sentí libre por primera vez en mi vida. El césped que pisaba ahora, mientras corría hacia el árbol de tamarindo, al fondo del jardín, era inusitadamente más grande y más verde que nunca.

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