Víctor Corcoba Herrero*
Hemos de reconocer que cada día es más complicado, treat desde la diversidad de la familia humana, algo que debiera ser tan sencillo, como: convivir. Si fundamental, para ello, es crear un futuro de decencia y oportunidad de vida para todos, no menos esencial, es la falta de autocontrol del ciudadano actual, totalmente sumiso al mundo de las tecnologías. Ante estas realidades sin alma todo es posible. Ningún ser humano, de cualquier continente, se libra de caminar a la deriva, sin rumbo. Son muchas las incertidumbres.
La inestabilidad y los conflictos, la siembra del terror, nos están dejando sin fibras, y lo que es peor, sin horizontes de humanidad. La falta de un liderazgo mundial, incapaz de poner orden y dar esperanza a sus moradores, lo único que hace es acrecentar el desconcierto. Esto es lo que le viene sucediendo a la Unión Europea desde hace algún tiempo, tras un cúmulo de despropósitos; y lo que también le pasa a otros continentes, donde la unidad del linaje humano está seriamente dañado.
Ya está bien de hablar de mundos diversos, dentro de nuestro único mundo, en el que se debe garantizar una existencia humana, donde se active un solo corazón, para que nos podamos arropar unos a otros, en lugar de inclinarnos a unas formas de aislamiento creciente y egoísta que, en el fondo, a todos nos perjudica. Porque nos ahogan y nos impiden hasta caminar por una vida que se ha donado para disfrutarla.
Indudablemente, necesitamos cooperar en la conquista de ese bien colectivo conciliador y reconciliador con la vida. Debiéramos, por tanto, tomar plena conciencia de nuestra propia dignidad y de la de cada ser viviente. Sin duda, nos hace falta más coraje, más inquietud por la consideración de los derechos humanos y un más efectivo repudio de sus violaciones. En este sentido, nos alegra que la comunidad internacional esté abordando el desafío de hacer realidad los propósitos y metas ambiciosas y universales plasmados en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible.
La participación en pie de igualdad y la activa intervención de todas las personas, provengan de donde provengan o tengan alguna discapacidad, será vital para lograr sociedades más solidarias e inclusivas. Precisamente, en el Día Mundial de la Concienciación sobre el Autismo (2 de abril), el Secretario General de Naciones Unidas, aparte de reconocer que en muchas sociedades se excluye a las personas con esta enfermedad, nos insta a no dejar a nadie atrás, pidiendo “más recursos financieros para que los jóvenes con autismo puedan formar parte del histórico impulso de progreso de su generación”.
Sería bueno que todas las naciones recapacitasen sobre ello, máxime cuando este año se cumple el décimo aniversario de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, por ejemplo, incrementando aún más el acceso y las oportunidades de trabajo a estas personas que conforman un grupo vulnerable y numeroso al que el modo en que se estructura y funciona la sociedad ha mantenido habitualmente en conocidas condiciones de exclusión.
En demasiadas ocasiones, para desgracia de todos nosotros, las relaciones de convivencia son discriminatorias, como si los seres humanos valiésemos distinto unos de otros. Esto es una auténtica contradicción; puesto que la plenitud a la que tiende toda vida humana no está en objeción con una condición de enfermedad o de sufrimiento. En consecuencia, la falta de salud o la discapacidad nunca debiera ser excluyente; es más, debiera movernos a la acogida, equilibrando el yo con nosotros y no caer en el rechazo.
Nunca, como en este momento, ha necesitado el mundo que los seres humanos y las naciones se unan para superar las divisiones y las violencias existentes, en esta apuesta por la concordia a una vida digna a la que todos tenemos derecho. De ahí la necesidad de avivar las oportunidades existenciales para todos, antes de que los grupos terroristas continúen ganando fortaleza a través de las diferencias humanas y apelando a las personas que se sienten marginadas y aisladas.
*Escritor