Autor: Roberto Fernández Retamar
Con misteriosa perfección, el día primero irrumpió la noticia que durante más de seis años había anhelado la inmensa mayoría del pueblo cubano. Vivimos en los siguientes días las horas más tensas, deslumbrantes y nobles que jamás nos haya sido dado experimentar. Salvo esos grupos de malvados que corrían a guarecerse donde pudieran, todo el pueblo se dio a un júbilo que no había visto antes el país. Años y años de espanto cesaban súbitamente, y una alegría olvidada recorría las bulliciosas calles con banderas. De repente todo era posible; de repente esta isla nuestra, esta patria asendereada que habitábamos con desesperación y cólera, y añorábamos en el extranjero con desolada ternura, la Cuba por la que se había llorado lágrimas verdaderas, era el centro de la Tierra, era la punta más alta y generosa de la humanidad en ese instante: hombres sencillos de barbas arbóreas, que encarnan una nueva mitología americana, estudiantes e intelectuales puros, campesinos, profesionales, obreros, todo un pueblo en conmovedora unidad frente a la tiranía, habían hecho posible, con el aliento de un hombre de excepción, lo que no parecía sino milagro, hechizo del San Silvestre nocturno o anticipada epifanía.
Para un hombre de letras, para quien encuentra sentido a la vida en la amistad silenciosa de los creadores y los sabios de muchos siglos, esta experiencia es única: cada página, cada libro, la maraña de sueños y testimonios incorporada amorosa o ávidamente en la soledad de la lectura, parecen converger en este momento auroral en que la acción no se separa de la contemplación, en que son una misma cosa imaginar que hacer. Si con motivo de conferencias literarias no podíamos dejar de mencionar, en el extranjero, que vivía Cuba la más desventurada época de su historia; y en el país, y bajo censura implacable, que se había reeditado y acrecentado otro sombrío instante de aherrojamiento, he aquí que ahora, en que por vez primera
en ominosos años no es menester la escritura clandestina para expresarse sin ambages, lo que hay que decir es aún más extremado: que hoy es el nuestro el país más venturoso de la Tierra, que tiene ante sí las posibilidades más ricas que se ofrezcan a nación alguna, que nadie puede sentirse más feliz por su ciudadanía que el más humilde de los cubanos. Como en las páginas de Martí, el nombre cubano vuelve a estremecer como nombre de elegido.
Un pensador propuso en cierta ocasión aspirar, en vez de al superhombre estridente, al «todo-hombre», al hombre íntegro que se hubiera enriquecido con las mil variedades del ser humano ondulante y diverso. Ningún país como el nuestro puede hoy realizar esa imagen suprema que es el sueño de América, madre e hija de la utopía, última Tule, lugar de la raza cósmica.
Como maestro que aprende también de sus alumnos, como escritor libre, no podemos negarnos a la emoción más verdadera después de haber experimentado los días más plenos de nuestra vida, y de disponernos al mayor esfuerzo por rehacer, por remodelar al país, pues todos, grandes y pequeños, tienen su tarea. Adoloridos por las muertes y penalidades que nos permiten sabernos libres; conmovidos por las hazañas de toda naturaleza que hemos escuchado y visto, en los más remotos hombres como en nuestros padres y hermanos; agradecidos por la sola idea de que nuestro primer hijo nacerá en territorio libre, ningún sentimiento nos colma más que el profundo y definitivo orgullo de ser cubanos.
(Publicado originalmente en Revolución, el 8 de enero de 1959. Tomado del libro Cuba defendida).