Iosu Perales
La guerra en Ucrania, resultado inmediato de la invasión rusa es un buen ejemplo del caos bajo el que vivimos. Se produce en territorio europeo y eso nos asusta. La vemos parcialmente en televisión, eso sí con imágenes y narrativas que con frecuencia violentan la verdad. Pero hay otras muchas guerras que no vemos siquiera, pero en las que se mata y se muere sin interrupción. Un ejemplo: Yemen bajo las bombas saudíes proporcionadas por fábricas europeas.
Después de la guerra del Golfo (1991), la presidencia de Estados Unidos anunció el nacimiento de un nuevo y mejor orden mundial. Pero lo cierto es que semejante promesa no ha llegado y, al contrario, una geopolítica del desorden se impone. La incertidumbre se apodera de la sociedad mundial, el espectáculo de la violencia rivaliza con la amenaza de las epidemias, el cambio climático y los movimientos migratorios, al tiempo que nuevas formas de censura lesionan gravemente la democracia y decae la libertad.
Las guerras sin fin son la mejor prueba del fracaso de la humanidad. Naciones Unidas las censura, pero no tiene ninguna capacidad de imponer paz, orden y seguridad, porque el propio organismo está trufado de potencias que lo obstruyen y boicotean, poniendo de relieve que ya no manda la moral de la paz sino la lógica de la guerra empujada por el negocio de las armas. El poder de veto de algunos países en el Consejo de Seguridad de la ONU nos tiene atrapados.
Un mundo sin rumbo, o peor aún con rumbo a su autodestrucción, no entiende lo que es bueno para el conjunto del planeta y de la humanidad y sigue funcionando de acuerdo con los intereses de elites que apenas merecen ser llamadas humanas. Es verdad que todavía cabe una nueva toma de conciencia ahora que conocemos mejor que nunca el árbol genealógico de la humanidad y vemos nuestra comunidad de destino ligada a un planeta que para vivir necesita enormes cuidados. Pero, en todo caso, no vivimos en un jardín y sí sobre un gran polvorín. Las amenazas nucleares de Putin espero que no se cumplan, pero ahí quedan como una advertencia de que en cualquier momento se pueden reactivar. Ya el mundo no será igual.
Fijándome en el mapa de las guerras observo datos estremecedores. Son 25, al menos, los grandes conflictos armados que somos incapaces de pacificar. El de Sudán del Sur, iniciado en 2013, es el conflicto que más víctimas mortales ha causado a lo largo del siglo XXI con al menos 385.000 muertos, según el Polynational War Memorial que también certifica que 2,5 millones de sur-sudaneses han optado por abandonar su país. Desde Birmania hasta México pasando por Afganistán, Turquía, Yemen, Somalia, Sudán del Sur, República Centroafricana y República Democrática del Congo hay conflictos que siguen enquistados.
Uno de los conflictos más brutales es la limpieza étnica en Birmania. Desde que en 2017 estallaron las tensiones entre la comunidad musulmana y la budista, las autoridades militares han perpetrado ataques continuos contra la comunidad Roghinyá en el Estado de Rakhine. Los asesinatos indiscriminados y la quema de aldeas han obligado a más de un millón de personas a abandonar el país. El Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas tildó la actuación del gobierno birmano de “limpieza étnica”.
Tal vez uno de los conflictos armados más antiguos sea el israelo-palestino (1948), caracterizado por la impunidad del sionismo y su desobediencia retadora a las leyes y tribunales internacionales. Antes de la guerra, en Siria vivían 20 millones de personas. De todas ellas, al menos 500.000 han muerto, según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, una organización fiable por sus informadores en el terreno. 6 millones han cruzado las fronteras y otros 7 millones han abandonado sus casas para trasladarse a otras zonas del país menos conflictivas. Hay otras guerras que ni siquiera se denominan guerras, pero deben ser mencionadas por el daño que ocasionan a la sociedad y sus instituciones. Mención especial merece el conflicto en Méjico donde se libra la “guerra del narcotráfico”. Más de 100.000 personas han sido asesinadas desde 2004. Más de doscientas células de narcos han incrementado una violencia que ha obligado a más 345.000 personas a abandonar sus pueblos para huir de la violencia. En otra región del mundo el terrorismo de Boko Haram que trae en jaque a los gobiernos de Nigeria, Chad, Camerún, Mali y Benín, ha matado a más de 30.000 personas desde su creación en 2004.
Lo cierto es que nuestro mundo es sumamente violento. En realidad, su violencia parece inseparable de la noción de progreso que fuerzas económicas, militares y políticas, manejan y difunden provocando un gran engaño. Lo cierto es que ni siquiera sabemos con certeza quiénes mandan en el mundo. Eso lo hace más peligroso. Ese gran invento que fue el Estado es cada vez menos funcional a la justicia, pero sí es eficazmente funcional a fuerzas oscuras que están a los mandos del desastre. Los optimistas, sin embargo, siguen hablando de la fusión como prueba de que podemos entendernos y evitar lo peor; pero evitan hablar de la fisión que fragmenta, divide y fragiliza a Estados y a organismos supranacionales. Pero, es curioso, la fusión que procura la globalización actual incrementa desigualdades y hace crecer archipiélagos que representan fisiones, ¿cuál de las dos fuerzas se impondrá? En otro sentido, ¿qué clase de humanidad es la que consiente guerras sin fin que cada 24 horas suman enormes cantidades de nuevas víctimas?
No somos las personas el centro de la economía; la sociedad y sus necesidades no es el objetivo del crecimiento. El capitalismo ha llegado al extremo de imponerse a todo: a la vida, a la paz, al planeta, e impone las guerras por el control de recursos, la muerte de millones de seres humanos por la pobreza, la destrucción del medio ambiente. Este capitalismo es tóxico, ha ido demasiado lejos. Está en declive desde la gran crisis de 2007 pero desafortunadamente el declive de la socialdemocracia facilita su existencia.
Lo que está ocurriendo en nuestro mundo pone en peligro la calidad de la democracia y fomenta el sentimiento entre la ciudadanía mundial de que la civilización se encuentra muy amenazada. Las brechas sociales crecen, las distancias entre las ciudades y el mundo rural aumentan y está en entredicho -sobre todo entre los jóvenes según encuestas-, la promesa de que el capitalismo mejorará la vida de todas y todos. Aquella seguridad vendida por “El fin de la historia” de Fukuyama, de que la victoria del liberalismo traería más libertad y bienestar ha devenido en una inseguridad global y en mayor vulnerabilidad individual. Simplemente era mentira.
A pesar de todo, algunos analistas que trabajan para el neoliberalismo se atreven a decir que la felicidad ha ido en aumento no sólo en Occidente sino en todo el mundo. ¿También en el África subsahariana? ¿También entre los cientos de millones de hambrientos, perseguidos, explotados, esclavizados, y víctimas de las guerras? ¿También en Irak, en Siria, en Yemen, en Palestina, en Afganistán? ¿También entre el pueblo ucraniano masacrado con bombas? El empeño en mirar el mundo desde el ojo de la cerradura del eurocentrismo no nos ayuda a ver y combatir una realidad deplorable. Me gustaría ser optimista y visionar un futuro alumbrado por una cultura humanista, pero cómo voy a serlo si ya me estoy preguntando cuantas personas habrán sido matadas en los 25 conflictos armados que siguen vivos mientras yo escribo este artículo.
Como epílogo quiero recordar que el NO a la guerra decretada por Putin contra Ucrania, y el NO a su invasión, debe concentrar nuestra protesta. NO he escrito este artículo para sacar el ventilador y concluir que el mundo es así. Lo he hecho para divulgar la idea de que cuando lo de Ucrania acabe nos queda mucha tarea. El número de refugiados en el mundo según la ONU ya sobrepasa los 84 millones de personas. Esto es lo que está pasando.
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