René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Vamos por el rasurado pubis de mayo y es el momento de decir lo difícil que ha sido que la poesía no muera sin Roque. Es fácil decir el poeta más grande de este siglo y del otro; es fácil decir que la sociología no es una ciencia exacta porque es una ciencia necia con su utopía y que el Lempa es el río más largo del mundo; colgar las palabras y el unicornio azul como gallardetes porque el ritual de la lucha se hizo metáfora en los ojos de su niña. El más humano de los poetas y el más pedestre de los sociólogos son los que tienen el más sencillo corazón del pensamiento y pensamiento del corazón (así entiende su imaginario el pueblo; así su sentido común) y están incitados a alegrarnos el corazón con la sola promesa de un mundo mejor; ambos convertidos en un rojo violín para himnos que serán cantados, en silencio y a solas, por el pueblo, del cual decimos que es nuestro hermano de sangre y que es el maestro de las ciencias sociales y de la poesía, porque es el que más construyó historias frustradas y poemas de amor con las venas abiertas; el que mejor enseña la destrucción constructiva de la loca conciencia como prueba del puro y la sencilla construcción basada en el agitar nocturno de las manos a la hora del suicidio repetido sesenta y nueve veces.
A la poesía de Roque y a la sociología de los pobres vendelotodo –enfoque olvidado en la calle, pero repetido en los congresos como coro de loros, que tiene como punto de unión el Libro Rojo para Lenin autografiado por la María Pintura y comentado por Chepe Loco- se puede acudir, quietamente, con una frase común de la panela, con una sentencia sacada de las mangas de los libros fornicariamente sagrados de Marx y la mujer desnuda, o con lo que dice un niño de la calle o un camello citadino al despertar bajo el frío azul de un semáforo que se pone cotidiano con los gritos de las vendedoras de frutas partidas en diminutos besos.
Sin embargo, al recordar a Roque queremos encontrar palabras como piedras que resistan la tormenta imperial en medio de la noche de los muros infranqueables; descubrir los fuertes vientos del sur que vienen preñados de mundos y nuevas epistemologías; inventar palabras hijas de la gran puta que sean originarias, pero sin pecado original; frases poéticas y tesis sociológicas flexiblemente pétreas como el queso duro-blandito; licencias culturales sólidas como el hambre; ensayos sobre Lenin inconmovibles y rojos bajo el aura de Marx y las tortillas duras con sal; escudos para la lucha y la cofradía de los pertrechos de guerra. Roque y la poesía no para la danza ni los banner de alcaldes pedorros; no para recitar en los nimios escenarios escolares de nuestro mundo de súbditos, tan necesitado de piedras y fuego para sobrevivir la hojarasca de las mercancías o para mal vivir en medio de la sequía de sueños. La poesía y la sociología comprometidas incestuosamente para desenterrar el turno del ofendido, el grito de los hambrientos más hambrientos y descoloridos del mundo por habitar en la vecindad de la negra explotación que le teme a la luz de la furia oceánica.
La poesía de Roque y las ciencias sociales como palabras rojas de Lenin y Marx para vestir conciencias; para darle un corazón de carne, sangre y plomo a la verdad como una bomba de tiempo con el segundero acelerado o como la manzana prohibida compartida con la serpiente de la utopía. Poemas y tesis como conjuro contra las falsas verdades; como bombas de contacto para aniquilar la máquina de hacer pendejos apáticos y apáticos pendejos, que no son lo mismo pero hablan igual.
Pobrecitos poetas y sociólogos que somos cuando creemos que la realidad concreta es una piedra sin mano, un ladrillo sin muro, un ferrocarril sin rieles ni vagones de personas. Toda la vida es un rompecabezas cuya última pieza la tienen los poetas y sociólogos comprometidos; una lucha campal cuerpo a cuerpo, sentimiento a sentimiento, pero no el lirismo del poeta de las muecas cuyos versos jamás serán consignas; pero no la amnesia del sociólogo de maquila que ya no menciona la palabra “capitalismo”; pero no la perversión del periodista populista y amarillista. Alabados poetas y sociólogos que ponen toda su sonora potencia al servicio del pueblo para que no muera de hastío o se suicide en las riberas de la madrugada con boletas de empeño. ¿Saludamos la patria orgullosos o nos declaramos huérfanos por falta de dignidad? ¿Paseamos por sus fértiles campiñas o botamos los cercos de las haciendas de los ricos con un ejército de palomas y abejas? ¿Nos fascinamos con sus ríos majestuosos o recordamos a los muertos del Sumpul?
En las tertulias de poetas viciados y en los congresos de sociólogos genocidas nos acusan de panfletarios o fósiles; nos acusan de impuros o anacrónicos terroristas de la palabra porque asaltamos los almacenes y supermercados de la burguesía para repartir ropa y víveres al descalzo bajo la forma de metáforas y ruiseñores; nos acusan de acusar a los políticos de la burguesía de ser las putas alegres de la modernidad, como predijo Lenin en “El Estado y la revolución”, en el que quedó claro que los pobres no tienen patria porque carecen de patrimonio, aunque todo el oro es extraído con sus ríos de sudor. Lenin, como Roque, son de los personajes que más que hablar o escribir nos dijeron qué hacer, por eso sus nombres son como vestidos nuevos y son como la alegría inconfesa de las cosas y palabras simples: abeja, miel, luciérnaga, pies, revolución, granizo, con las que descubrimos que el país nuestro no existe, que solo es una mala fotografía nuestra en blanco y negro; que solo es una palabra vacía y mala que le creímos al enemigo de tanto repetirla desde la cama de sus camiones de alquiler en las coyunturas electorales. Por suerte, la poesía de Roque es como la estratégica y romántica siempreviva que pone jaque mate al sistema y a los poetas de lupanar; es como la partida Inmortal que hizo un enroque con las ciencias sociales para cambiar de lugar las banderas del odio necesario con el hermosísimo empuje de la cólera roja, tan insoslayable para la nueva vida y su pequeño sol con raíces y pan recién horneado.