René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
La sociología de las pandemias al reconocer que el paciente cero es la pobreza acepta, implícitamente, que una cosa son las decisiones erradas (por ignorancia o perversidad) y otra, muy distinta, las decisiones culturales incorrectas que están exentes de malicia. Pensando en eventos análogos en el futuro, el reto epistemológico será establecer por qué unos grupos con similares condiciones económicas y educativas reciben con aplausos al personal de salud y acatan las cuarentenas, y otros, en cambio, atacan o discriminan a dicho personal y hacen todo lo posible por violar el confinamiento, solo porque sí. Lo anterior va a demandar organizar debates profundos con las comunidades para mejorar la colaboración en coyunturas pandémicas (en las que deben modificar hasta sus ritos funerarios, amatorios y culinarios, lo que tiene secuelas culturales fuertes, aunque intangibles) que permitan resolver, sin salir tan heridos, los problemas de salud pública.
En ese sentido, la muerte (en la forma en que se concibe y en que se le hace culto) es un problema de estudio al que le puede aportar la sociología de las pandemias porque está vinculado a la duración de las cuarentenas, en cuya intimidad se sufren los mecanismos para que sean soportables hasta el final del plazo y, en ese sentido, la valoración de la muerte podrá ser menos traumática en el corto plazo. Y es que, en el imaginario colectivo de muchas comunidades, la muerte es un viaje de la vida y para realizar este viaje dentro de la comarca de la cultura las personas necesitan ir equipadas con todos los recursos de su ser social, como las ropas de domingo que deben ser lavadas y planchadas antes de cerrar el ataúd o los objetos que las mantendrán atadas a los vivos que dejan atrás.
Ese tipo de información nos lleva a comprender que cambiar cualquier práctica cultural no es, simplemente, una cuestión de hábitos higiénicos (muchos de los cuales dependen de los recursos económicos), sino también una alteración fulminante de las relaciones sociales ligadas al parentesco. Desmontar el contacto con los muertos o con los rituales religiosos tiene el mismo impacto que cortar los lazos con los vecinos y amigos, en tanto implica una separación forzosa y forzada con el presente y con el pasado, y eso incide en la disciplina manifiesta en las medidas sanitarias tomadas. Ciertamente, la atención etnográfica, así como la comprensión epistemológica, en la reorganización temporal de las dinámicas culturales y sociales tiene una enorme pertinencia epidemiológica por lo que son factores críticos que no hay que obviar en el contexto de los brotes, pues, solo así, los rumores y el uso político de las crisis serán minimizados en función de construir relaciones comunitarias de confianza que “saquen lo mejor de la gente” y deslegitimen las narrativas simples que deambulan en todas las pandemias.
La sociología de las pandemias parte, en lo político-práctico, de un fuerte llamado al compromiso social de los científicos sociales en el sentido de hacerlos sentir como profesionales que “quieren estar ahí, en medio del epicentro del contagio evadiendo los colmillos del virus” y escuchando a las personas para ser su voz y, de ese modo, dar su aporte junto al personal médico. No cabe duda de que para contener la pandemia del coronavirus se debe contener primero la epidemia de miedo y readecuar las acciones en un tiempo-espacio en el que todo el mundo está asustado porque no se sabe exactamente qué hacer y todo se reduce a la acción del ensayo y error. Esa podría considerarse como una frase común de los sociólogos, pero en realidad implica ver las poblaciones –sobre todo la de escasos recursos económicos- no como un obstáculo para detener la propagación, sino como nuestro único recurso válido y aleccionador.
Nadie puede negar que, salvo algunas alentadoras excepciones que tienen la ventaja de la inversión social histórica, los gobiernos nacionales solo se han dedicado a gestionar la crisis pandémica contando el número de muertos y, como era de esperarse, los resultados varían de un país a otro. En ese marco, los “expertos” que buscan sus cinco minutos de fama disfrazan su ignorancia o su perversidad con gráficos y estadísticas carentes de identidad cultural y al margen de que la dinámica social no es un número que se pueda meter o sacar a voluntad de una ecuación, razón por la cual siempre se debe hacer prevalecer la vida para que el margen de error sea mínimo. Claro que –como se dedujo de la crisis del Ébola- no podemos dejar de confiar en la ciencia, pero la ciencia debe confiar en que nuestro comportamiento confirme las estadísticas y proyecciones. Pero la realidad demuestra que en tiempos de emergencia mundial los números que dan autoridad o generan confianza pueden estar viciados -voluntariamente o no, eso es lo de menos- debido a que muy pocas veces se conoce el número exacto de infectados (debido a la falta de pruebas) que nos indique dónde colocar cordones sanitarios; ni se conoce el número exacto de muertos específicos debido a la omisión o al sub-registro de casos.
Las preguntas incómodas que la sociología de las pandemias puede formular a estas alturas son: ¿A qué clase social pertenece la mayoría de los infectados y muertos en América Latina?, ¿quiénes son los que están cayendo en un nivel de pobreza mucho mayor como resultado de la pandemia con cuarentena o sin ella?, ¿quiénes se enriquecen a más no poder, partiendo del hecho de que el dinero perdido por unos es ganado por otros? Pandemias, lluvias tropicales, terremotos e inundaciones previas, ya nos habían advertido de la escandalosa desigualdad social que reina en nuestra sociedad y nos habían mostrado que el mapa de las zonas de riesgo era casi del mismo tamaño que el mapa del país y, además, nos habían mostrado que las condiciones de vida de la mayoría son indignantes y poco recomendables para que las cuarentenas sean menos frustrantes.
Sin embargo, ningún Gobierno anterior se preocupó por ir resolviendo esa situación y dejarla como una herencia de trabajo ineludible a reanudar por el siguiente Gobierno sin distinción de ideologías, lo que nos dice que el neoliberalismo impuso sus condiciones.
Viendo el panorama de las tensiones políticas, se puede afirmar que actuamos en la sombra y la oscuridad al mismo tiempo y que el Estado de Derecho o la democracia misma son un chiste de mal gusto contando por políticos que quieren refrenar su cargo en las próximas elecciones con la ilusión de que si hay más muertos ninguno de esos serán ellos o sus familiares. Esta coyuntura debería ser –leyendo las páginas utopistas de la sociología- el mejor momento para el consenso y, sin embargo, no ha sido así a pesar de lo catastrófico que implica. Esta situación no es exclusiva del país, basta revisar los casos trágicos de Brasil y Estados Unidos donde la gestión de la pandemia se ha convertido en la gestión de la crisis política y en la feroz gestión de no cerrar el mercado.