José M. Tojeira
Los pactos políticos con las pandillas han sido objeto de escándalo periodístico y político en los últimos años. En estos días salió publicado que Nayib, el fundador de un nuevo partido, también pactaba con los mismos grupos. Y para variar, de nuevo se arma escándalo, porque lo que se ha decidido en los ámbitos de la construcción de la opinión pública es que con las pandillas no se puede ni dialogar, ni pactar ni negociar. Una construcción ideológica absolutizada, que no admite respuesta y que es muy característica de nuestra sociedad, casi siempre enfrentada al todo o nada, para quedarse finalmente descontenta con el muy poco o con nada. Por no hacer las cosas bien, recurriendo al diálogo frente a los problemas, acabamos haciendo mal las cosas, y además tratando de ocultar lo que hacemos. Hablamos de transparencia, pero preferimos siempre la negociación que busca ventajas grupales e inmediatas y que por lo tanto es oscura y privada. Cuando la opinión pública se queja de ese manejo oscuro, los políticos tienden a disfrazarlo con la apariencia de diálogo. Un ejemplo de esto último puede ser el diálogo con los candidatos a magistrados de la Corte Suprema y la Sala. Un diálogo en el que con frecuencia nuestros políticos muestran su ignorancia. Pero no les importa, porque lo fundamental es disimular que las verdaderas negociaciones se producen realmente en otros lugares menos públicos.
Y nos pasa así con casi todo. Buscamos el máximo interés de grupo y nos estancamos en las negociaciones. Al final el que tiene más fuerza inclina la balanza hacia sus conveniencias, sin preocuparse del bien común. Disminuye así la capacidad de establecer finalidades de desarrollo transparentes, evaluables en el correr del tiempo. E incluso proyectos iniciados por el mismo partido político, se abandonan cuando cambia el presidente. Porque en nuestro mundo político lo que priva es caminar al día y sacarle a cada momento el máximo provecho. Se ve en el agua, pero también en las negociaciones oscuras, en la falta de acuerdos sólidos de desarrollo, o en ese inmediatismo que quiere arreglar los problemas de seguridad con la mano dura y con el derecho penal en ristre, sin tener en cuenta los derechos de las víctimas ni los que les corresponden a los delincuentes.
El problema de las pandillas, antes que un problema de seguridad, corresponde a un problema social. En todos los lugares del mundo donde los jóvenes no tienen vías de salida hacia una vida digna, se da, con mayor o menor intensidad, el mismo fenómeno de rebeldía, protesta y vinculación con la violencia o el delito. Quienes estudian estos fenómenos de delincuencia con raíces sociales de fondo, no tienen más remedio que hablar, dialogar con los propios delincuentes, si quieren presentar estudios serios y convincentes. Sin embargo, nuestros políticos hacen el doble juego de decir que no se puede dialogar con ellos, al tiempo que se reúnen en secreto para obtener ventajas políticas. ¿Se va en alguna dirección con ese tipo de táctica? Solamente en una dirección: la de fortalecer las pandillas a cambio de unas pequeñas ventajas particulares y temporales. Incluidas algunas que terminan desastrosamente para quienes las impulsan, como le pasó a un alcalde de Apopa hace pocos años.
Así como antes de convertir el agua en un asunto de negocio hay que hablar con quienes carecen de ella y la necesitan tanto para beber como para saneamiento, de la misma manera para solucionar el problema de las pandillas hay que hablar sobre los problemas de nuestros jóvenes y hacerlo con ellos, incluidos jóvenes pandilleros. Encerrar a los jóvenes pandilleros en las cárceles con medidas especiales es la mejor manera de perpetuar la pandillas y su accionar delictivo. Creer que los problemas sociales se arreglan de golpe, sin diálogo y con espíritu militarista, es estar condenados al fracaso.
No llegaremos lejos en la solución de los problemas nacionales mientras los políticos, y la misma sociedad, no asuman que los problemas sociales requieren acciones de largo plazo, constancia y trabajo permanente en los planes establecidos, sacrificios especialmente de los más poderosos en favor de los más débiles, y diálogo constante y abierto para mejorar lo que se tiene.