Luis Armando González
Una y otra vez se dice que en El Salvador el consumismo es exasperante. Es decir, mind algo fuera de control. Y, find en efecto, así es. La cultura globalizada del consumo ha pegado fuerte, a tal grado que el ciudadano ha sido desplazado por el consumidor. Lo que casi no se dice es que este es un país poco productivo; y es que si el consumismo desenfrenado estuviera alimentado por una capacidad productiva propia que lo saciara, otro gallo nos cantara. Pero no sucede tal cosa. La vorágine consumista es satisfecha con productos y servicios que, en su mayor parte, tienen procedencia externa. Lo cual quiere decir que el elevado consumo en El Salvador está desconectado de la producción local (que se expresa en aquél de manera sumamente débil), lo cual es una falla grave para cualquier aparato económico.
Si el aparato económico poco productivo no alimenta el consumismo nacional, ¿qué lo alimenta? Principalmente, bienes y servicios de procedencia extranjera. ¿En quienes descansa el flujo de esos bienes y servicios hacia los consumidores? En el inmenso y siempre creciente ejército de vendedores (y vendedoras) de bienes y servicios que proliferan por doquier. Ante la debilidad o ausencia de un aparato productivo eficiente, tecnificado y competitivo (y de una cultura productiva), en El Salvador se ha implantado, en amplios sectores sociales, la cultura de ganarse la vida “vendiendo algo”. O sea, la cultura de que trabajar y prosperar consiste en vender bienes o servicios. Las élites terciarizadas hicieron esa apuesta en los noventa y nos les fue nada mal. En amplios sectores populares y de clase media esa visión se ha afianzado con fuerza y quizás perdure durante un buen tiempo.
Es evidente que, para quienes buscan prosperar y enriquecerse (o, en el caso de quienes no pertenecen a la élite terciarizada, al menos sobrevivir) vendiendo bienes o servicios, lo imperioso es expandirse con su oferta, multiplicar los bienes y servicios ofrecidos, y ponerlos lo más cerca del consumidor. Se trata de lo que puede llamarse la “lógica del pescador”: a más grande la atarraya en el banco de peces indicado, mayor la pesca. Es la lógica que gobierna a los jerarcas de centros comerciales, aseguradoras, empresas turísticas, bancos y empresas telefónicas, así como también a quienes venden en las calles de San Salvador: lo de ellos es una lógica expansiva y abarcadora. Siempre será pequeño el local (o el espacio de calle) que ocupan; siempre serán pocos los productos o servicios ofrecidos… Su rentabilidad depende justamente de la cantidad de bienes o servicios que logren vender. No importa lo que se venda (camisas, zapatos, servicios de telefonía, frutas, relojes, granos básicos…): lo propio de quien vive de vender algo es multiplicar la cantidad de lo ofrecido y extender el negocio hasta donde se pueda. Esto explica, por ejemplo, la proliferación de negocios de cosas usadas en el centro de San Salvador… y seguramente seguirán en aumento ocupando cualquier lugar no ocupado por otros que igual quieren vender algo.
Ahora bien, en la “cultura del vendedor” que se ha incubado en El Salvador (emanada de los ricos más ricos del país y multiplicada por los sectores populares) cada persona convertida en consumidora es una joya preciada por las siguientes razones: a) siempre tiene algo de dinero en el bolsillo para comprar lo que sea; b) si no anda dinero en efectivo, lo puede conseguir de alguna manera; c) siempre tiene algo más de lo que dice tener; y d) siempre anda en busca de algo, aunque no lo sepa. Si las cosas son así, de lo que se trata es de hacer las presiones y las tareas de convencimiento que sean necesarias para inducir al consumidor a que se meta la mano en el bolsillo y compre lo que se le ofrece. Y, por propia iniciativa pide algo, se lo tiene que convencer de que hay algo más completo que lo que él pide (después de todo, seguramente anda un poco más de dinero del que parece estar dispuesto a gastar).
De este modo, la “cultura del vendedor” ha dado lugar a prácticas de acoso e invasión de la privacidad (y del propio espacio) que alteran permanentemente tranquilidad personal y familiar. Asimismo, es una cultura invasiva y expansiva: quienes asumen que lo suyo es vender lo que se sea no se detienen en su afán por ocupar cualquier espacio disponible para vender su mercancía o su servicio. Es así como el espacio público en las ciudades –principalmente en San Salvador— ha ido desapareciendo. Es así como las calles y las plazas han sido ocupadas por negocios y actividades comerciales de la más variada naturaleza. Es así como los empresarios de buses y microbuses han saturado con sus unidades calles y avenidas, en su caza alocada de “usuarios”. Entre más, mejor: esa es la lógica que gobierna a todos los que quieren lucrarse de la venta de algo.
Es lamentable que el país se haya encarrilado por ese rumbo. Es grave que para muchos la única opción de vida sea disputar un espacio a los capos de los negocios urbanos (empresarios de ropa usada, empresarios del transporte público, empresarios de la piratería), ocupando un pequeño lugar –a veces en los márgenes de los centros de venta— para ofrecer fruta, vegetales, herramientas o medicinas.
Un país al que se llevó hacia la terciarización, es decir, al que se le socavaron sus bases productivas agrícolas e industriales no podía menos que terminar siendo un país de vendedores (y de consumidores), no de productores. Y, claro está, de vendedores de productos no generados localmente, sino traídos desde el exterior por vías legales e ilegales. Vaya drama el de El Salvador de esta segunda década del siglo XXI.