Luis Armando González
Eåstamos próximos a celebrar el XXV Aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz. No se trata de un aniversario más, sino de uno en el cual se cierra, por así decirlo, un ciclo de 25 años de historia nacional. Un cuarto de siglo, ni más ni menos. En términos generacionales, quienes nacieron después de 1992 (o eran pequeños cuando la guerra civil finalizó) han tenido experiencias de vida distintas –en muchos sentidos, extremadamente distintas—a las que tuvieron sus padres y abuelos, pues El Salvador ha tenido transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales de envergadura en estas dos décadas y media transcurridas desde 1992.
Cuesta imaginar lo que sentiría alguien fallecido en las décadas de los 70 y 80 (del siglo XX) si reviviera –si tal cosa fuera posible—en este inicio de 2017. Muchas de las cosas –positivas y negativas— que estuvieron presentes en su vida, y que la configuraron, han desaparecido o han cambiado extraordinariamente, en tanto que hay una multiplicidad de cosas nuevas que quizás apenas se insinuaban en aquellos tiempos o que no se veían en lo absoluto ni podían ser anticipadas por ningún espíritu visionario.
Por supuesto que hay hilos de continuidad, en lo cultural, lo social, lo económico, lo político y lo ambiental, pero no dejan de ser significativas las rupturas y novedades en esos ámbitos, lo mismo que en la psicología, hábitos y personalidad de los salvadoreños.
Es indiscutible que importantes transformaciones en el país, en los últimos 25 años, no han obedecido a plan alguno, sino que han sido la cristalización de muchas voluntades, azares y consecuencias no queridas de acciones humanas y de dinámicas socio-naturales que se han mezclado, interaccionado y evolucionado con su propio ritmo y su propia temporalidad.
En El Salvador, como en cualquier sociedad humana, no todo es obra (positiva o negativa) de gobiernos u otras fuerzas sociales que conscientemente deciden (o deberían decidir) impulsar en cierta dirección sus derroteros. Hay procesos que sí lo son, por supuesto.
Pero, contrario a lo que se ha puesto de moda, no todo lo que sucede en una sociedad (sobre todo, cuando es negativo) es “culpa” de los gobiernos (o de otros actores sociales, económicos o políticos) y en nuestro país, en estas dos décadas y media, se han generado dinámicas de diversa naturaleza que no han obedecido a la voluntad de nadie en particular, aunque sólo fuera porque el cruce y la confluencia de muchas voluntades da lugar a consecuencias imprevistas que, cuando se suscitan, generan fenómenos nuevos que no aparecían en los cálculos iniciales de nadie. Creer lo contrario significaría no reconocer la importancia del azar, la entropía y la complejidad de lo socio-natural en la historia.
Por otra parte, así como en estos 25 años se han generado transformaciones que no han obedecido a plan alguno, también se han tenido otras –de enorme relevancia— que sí lo han sido. Y entre estas destacan las que se enmarcan en (y derivan de) los Acuerdos de Paz de 1992.
La reforma política e institucional emanada de los Acuerdos de Paz se ha venido haciendo realidad, naturalmente que no de forma lineal ni ideal, desde aquel momento hasta el día de ahora. Gracias a esa reforma política e institucional, no sólo la democracia salvadoreña ha echado raíces y se ha exorcizado los fantasmas del fraude electoral y los golpes de Estado, sino que el debate político, la libertad de expresión, la libertad de organización y la diversidad ideológica y política son una realidad en El Salvador. Y quizás lo más trascendental es que el Estado ha dejado se ser una amenaza para la sociedad.
Para quienes no lo recuerden, aunque lo vivieron, y para quienes no lo vivieron en carne propia, el Estado autoritario –ese que surgió a partir del ascenso de los militares al poder político en la década de los años 30 del siglo XX—veía a la sociedad como su enemiga, lo cual quiere decir que la coerción y el miedo eran lo que emanaba de la institucionalidad estatal –especialmente desde el aparato de seguridad y desde el sistema de justicia— en contra de la población.
Esa era la normalidad autoritaria, que se expresaba en abierta represión (y en terrorismo de Estado en momentos críticos) cuando desde la sociedad se desafiaba el orden establecido. Los fraudes, la ausencia de libertades civiles y políticas, y la violencia institucionalizada eran las notas características de El Salvador que fue dejado atrás por los Acuerdos de Paz.
No es poca cosa; lo cual no quiere decir que todo sea perfecto en materia política (o que tengamos una democracia plena o que no haya problemas graves sociales, económicos y culturales que atender con urgencia).
Esas transformaciones políticas de envergadura se deben a los Acuerdos de Paz, cuya ejecución en materia política e institucional ha permitido que dinámicas perniciosas que en el pasado fueron la causa de malestar y de inestabilidad ya no sean objeto de preocupación en el presente.
Sin embargo, no hay que olvidar que para las generaciones que vivieron durante el siglo XX (prácticamente hasta la década de los 90) el autoritarismo y sus dinámicas de exclusión, miedo, terror y anulación de libertades fue una de las principales preocupaciones.
La otra, sin duda importante, era la exclusión económica, que tenía por base la explotación de la mano de obra urbana y rural, los bajos salarios y los abusos a trabajadores y empleados.
La expresión de la época era “injusticia económica”, misma que dio pie a procesos de organización y movilizaciones populares (sindicales, gremiales, campesinas) que tenían como finalidad revertir los efectos más graves de esa injusticia económica en los hogares salvadoreños. Así como la exclusión política era fuente de conflictos, también lo era la exclusión económica. Y por ello es que los Acuerdos de Paz se propusieron atacarla, planteando la necesidad de un modelo socio-económico más justo e inclusivo que asegurara la “reunificación” y la “cohesión” de la sociedad salvadoreña.
Lamentablemente, este modelo socio-económico –que era el complemento de la reforma política democrática— no se construyó. Al mirar hacia atrás, no se puede dejar de ser críticos acerca de esta enorme falla, pues el modelo económico que se había comenzado a implantar en 1989, con el primer gobierno de ARENA, se mantuvo firme y se expandió hasta el momento presente.
Es un modelo agotado, que expulsa población al exterior, que vive de las remesas, que se alimenta del consumo sin límites y que descansa en las maquilas y los servicios. Es un modelo excluyente, que se sostiene en la explotación laboral, los bajos salarios y una mano de obra poco cualificada. Es decir, la injusticia económica siguió vigente después de 1992, con lo cual una de las apuestas de los Acuerdos de Paz (terminar con las causas socio-económicas que generaron la guerra civil) no se hizo realidad. Y sigue a la espera de hacerse realidad.
La mirada hacia atrás en el tiempo para reconocer lo que hemos logrado en materia política e institucional no debe impedir reconocer aquello en lo que fracasamos o nos quedamos cortos. Tampoco significa dar la espalda a los complejos problemas y desafíos del presente, que se entienden mejor a la luz de un recorrido histórico donde no siempre se tuvo la mejor voluntad y no siempre se controlaron todas las variables en juego. Y lo que es peor, no siempre se tuvo la mejor visión de aquello que se quería lograr y de los compromisos que había que asumir.
O sea, más o menos a trompicones, desde 1992 hasta 2017 hicimos un recorrido como nación a partir de una hoja de ruta (los Acuerdos de Paz) que nos ha permitido tener este país que ahora tenemos. Nadie dijo que sería fácil y quien asegure que pudo haberlo hecho mejor (o que tenía la receta para haber llegado a un mejor puerto) simplemente no sabe de lo que habla.
Ahora bien, el asunto es si ahora estamos mejor preparados para hacer algo distinto y mejor de cara a los siguientes 25 años.
Porque ese el asunto de fondo: si queremos un país mejor que el tenemos –es decir, en el que dejen de ser realidad esos problemas graves que caracterizan a El Salvador en la actualidad— tenemos que plantearnos seriamente cómo queremos que sea ese El Salvador del futuro, pero también debemos estar dispuestos a asumir la responsabilidad que nos corresponde en su construcción que debería comenzar en este enero 2017.
Ese es el gran desafío que nos plantea este XXV Aniversario de los Acuerdos de Paz. Podemos dejar pasar la oportunidad de diseñar un país distinto –democrático, inclusivo, justo, solidario y de bienestar para la población— y seguir con las inercias de siempre. No hay que ser sabios ni profetas: de dejar todo tal cual, este país tendrá en 2042 problemas más complejos e irresolubles que en el presente, sin importar quien controle el Ejecutivo, cuántos diputados haya en la Asamblea Legislativa y cómo los magistrados interpreten la Constitución.