Iosu Perales
Empujado por lobbies sionistas norteamericanos el presidente Donald Trump ha puesto una bomba con la mecha encendida en medio de Oriente Medio. Como es lógico el sionismo israelí ha celebrado el delirio de Trump que para ellos significa cerrar el círculo de un proceso de ocupación de la ciudad santa. La casi totalidad de la comunidad internacional, Naciones Unidas, La Unión Europea, Rusia, China, los países árabes, han reaccionado con estupor y rechazo a una medida que anuncia una tercera intifada y la ruptura de negociaciones entre palestinos e israelíes. Le han aplaudido, como era de esperar, iglesias evangélicas radicalizadas que ven así cumplida la promesa bíblica de vincular de forma monopólica a la ciudad santa con “el pueblo elegido”.
El estatuto internacional de Jerusalén ha sido violado y la protesta es ya de ámbito mundial, pero probablemente serán solo los palestinos quienes se enfrentarán hasta el final a una decisión que arruina expectativas de paz y hace sonar los tambores de guerra. Aceptar Jerusalén como capital de Israel es negar la posibilidad de dos estados. Y, desde luego, tampoco creo que este hecho anuncie una nueva política a favor de un estado federal con dos naciones. Sencillamente el sionismo lo quiere todo, conquistar el mito de Eretz, toda Palestina para los judíos.
Las protestas no cesan, es verdad. Pero no veo a la Unión Europea, por ejemplo, yendo más allá de declaraciones políticas estéticas. Tampoco veo al Consejo de Seguridad de la ONU tomando medidas coercitivas pues el veto norteamericano pondrá una vez más de manifiesto dos cosas: su incondicional apoyo a un estado díscolo, situado fuera del derecho internacional; la inutilidad de las Naciones Unidas.
Como digo, la decisión de Trump es un hecho que valida un proceso de judaización de la ciudad, en un cuyas calles no paran de patrullar soldados y milicianos que son la vanguardia sionista de un plan que se inició en la guerra de los seis días.
En la mañana del 7 de junio de 1967 cayeron las débiles defensas jordanas y el ejército israelí pasó a controlar toda la ciudad. Tan solo cuatro días más tarde los sionistas iniciaron la destrucción del Barrio Magrebí sin que sus pobladores pudieran llevarse sus propios enseres. Demolieron edificios históricos como la escuela al-Afdaliyya. No dejaron piedra sobre piedra, expropiando todo el terreno. De hecho, en la actualidad el barrio judío que incorpora al Muro de las Lamentaciones fue construido en el espacio que antes ocupaba el barrio musulmán que pertenecía a la familia al-Waqf. En 1968 llevaron a cabo la expulsión de los residentes del barrio, se llamaba Barrio del Honor, utilizando para ello la fuerza militar. Hoy día es un barrio ultraortodoxo y selecto de israelíes millonarios procedentes mayoritariamente de Nueva York, en un número superior a cuatro mil. Esta y otra medidas practicadas para judaizar la ciudad y cambiar el estatus de Jerusalén, han sido numerosas veces condenadas por resoluciones de Naciones Unidas. Así, la resolución 252 del 21 de mayo de 1968 declara ilegales el derribo de viviendas, la expropiación de tierras y propiedades y llama a Israel a no cambiar el estatus de Jerusalén. Desde entonces otras ocho resoluciones del Consejo de Seguridad han sido ignoradas por el gobierno israelí.
Las condenas a la política de judaización de Jerusalén vienen por consiguiente de lejos, sin que hayan surtido efecto. Gobiernos e Iglesias reivindican el carácter multirreligioso de la ciudad. Pero nunca la posición israelí ha aceptado siquiera negociar su dominio de la ciudad santa. Frente a la persistente judaización han reaccionado asimismo la Liga de los Estados Árabes y las más altas autoridades islámicas. Todo en vano. De hecho la lógica israelí rechaza la Convención de Ginebra que prohíbe toda destrucción del poder ocupante; su respuesta es lacónica: “Ocupamos lo que es nuestro”. La conquista de toda Jerusalén –de Sión- era una obsesión de militares y religiosos. El comandante de la Brigada Israelí que esperaba a primera hora del 7 de junio de 1967 la señal de ataque a la ciudad amurallada dijo a sus oficiales: “El Monte del Templo, la pared Oeste, la Ciudad Vieja. Por dos mil años nuestra gente ha rezado por este momento, vamos a ir adelante a la victoria”. En la misma línea, el Rabino Supremo del ejército, Shlomo Goren, dijo después: “Nosotros hemos tomado la Ciudad de Dios. Estamos entrando en la era mesiánica del pueblo judío”. Por cierto, me gustaría saber la opinión de los europeos que apoyan a Israel sobre esta fusión explosiva de política y religión.
Con el paso de los años, la ofensiva israelí se ha extendido fuera de la muralla de la ciudad vieja hacia Jerusalén Este. El objetivo es ocupar los actuales barrios palestinos mediante dos procedimientos: la prohibición administrativa de rehabilitar sus viviendas y la progresiva acción de los colonos que, con paciencia, van instalándose casa por casa. Así se puede ver en Silwan, un barrio palestino de historia combativa, algunas azoteas protegidas con alambradas y torretas para tiradores. En ellas ondea la bandera israelí. Sus habitantes son protegidos día y noche por una especie de milicianos y solo salen a la calle fuertemente escoltados; la mayoría pertenecen a una organización fundamentalista judía denominada El Ad. De este modo se sigue militarizando el barrio y, metro a metro, se judaiza también la parte de la ciudad que es reivindicada por los palestinos como su capital.
La ciudad santa, amurallada, sintetiza bien el mapa humano. Por su calles estrechas, como la Vía Dolorosa, se puede observar el paso rápido de judíos armados, escoltados a su vez por una sucesión de tiendas de artesanía palestina situadas a los dos lados de la calle. Se cruzan las miradas y casi nunca los saludos. Unos han vivido en ellas toda la vida, otros solo son los ocupantes que se han adueñado de las calles Tariq Jan el Zeit, Suq el Lahamín y Suq el Attarín donde trepan los olores de uvas, naranjas, aceitunas, membrillos, dátiles, almendras, plátanos y una gran variedad de frutos. También puedes ver en ellas a peregrinaciones que cantan camino del santo sepulcro y a penitentes cargando cruces alquiladas con o sin corona de espinas. Esta parte laberíntica de la ciudad, dentro de las murallas, se resiste a ser colonizada. Pero la decisión de Trump envalentonará sin duda a las políticas administrativas de la alcaldía de Jerusalén, enfocadas a hacer imposible la permanencia de los palestinos en sus casas y negocios de siempre.
Una nueva Intifada está servida. Las bombas sobre la mártir Gaza no tardarán en caer.