Javier Alvarenga,
Fotografo y escritor
El día soplaba con fresca humedad de mayo, anunciando en sus nubes cargadas, las premoniciones de agua acumulada, que rociaba lentamente la peña de piedra llamada «La puerta del diablo» que desde la lejanía observaba aquel pueblo consagrado en el rito ancestral de ofrendar al cielo, una caminata de colores consagrados.
La marimba tronaba sus dientes de madera, la guitarra afinaba sus cuerdas, el guitarrón contraponía el bajo de las melodías que resonaban entre las calles adoquinadas de casitas de teja de barro, los pobladores y los visitantes ante la espera estipulada, en la fiesta denominada «El Festival de flores y palmas»
La tarde avanzaba apresuradamente, el reloj de pared incrustado en el concreto de la alcaldía, apuntaba las tres en punto, los cohetes de vara artesanal reventaban en el cielo, uno tras otro, anunciando con algarabía, que los pobladores oriundos del lugar, estaban por iniciar su tributo a la madre tierra.
La quena chiflaba junto al tambor de cuero de vaca, los historiantes sus machetes danzaban, el color maravillaba pero no como los rostros ancestrales que entre sus agrietadas manos empuñaban las palmas decoradas de las tiras de flores acumuladas, los cohetes siguen a su paso, los pies lentos y descalzos, de las ancianas de tejidos hechos a mano.
La ceremonia se hereda para las nuevas generaciones que con su alegría juvenil acompaña las miradas cansadas de las hermosas Panchas, que ni el miedo ni bala pudieron robar su digna identidad, que nos recuerda que somos los hijos del maíz, que fecunda de una prospera tierra, que necesita el socorro de invierno.
La procesión termina, el campesino espera que su ofrenda llegue hasta lo alto, los ancestrales rostros vuelven al anonimato cotidiano de sus labores diarias, los visitantes se retiran hasta un nuevo mes de mayo, pero en sus calles permanece un efímero aroma a flor fresca, que es esparcido por las primeras gotas que manan del cielo azul cuscatleco.
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