Javier Alvarenga,
Escritor y fotoperiodista
Mil rosas era el promedio necesario para decorar el altar de la virgen. Pero la cantidad ya había sido superada, manifestó con su mirada brillosa y su sonrisa amable dentro de su redondo rostro de piel canela característico de las mujeres del casco urbano de Panchimalco. A su espalda la puerta principal de la iglesia que dejaba ver el dibujo de las sierras húmedas que envuelven al municipio.
El sol meridiano ardía sobre las cabezas del tumulto de personas que participaban en la festividad. Unos ofrendaban flores frescas que perfumaban el ambiente, otros hacían cola para degustar los alimentos que se ofrecían gratuitamente, la sopa de hueso de res hervía, el arroz con chipilín y el guiso de res con verduras eran parte del suculento menú que se acompañaba con dos tortillas. Todo elaborado con leña.
Las palmas decoradas con sus múltiples flores de color posaban sobre las paredes dejando entre ver, lo colorido que sería la procesión ofrecida al cielo, para que con su agrado sobreabunden las lluvias para las tierras listas para la cosecha.
El día transcurría, el folclor se tomaba las calles, el rito al día de la Cruz, los Historiantes sonaban sus corvos al ritmo del tambor y la flauta. Bajo los ritmos precolombinos.
Pero lo más admirable, es su gente. Los pobladores de Panchimalco, que, en sus acciones cordiales para los visitantes muestran la grandeza de su pueblo, carisma que en muchas ocasiones es apagado por los medios desinformadores que generalizan el lugar como un espacio territorial muy violento y peligroso. Me quedó con la figura de un pueblo luchador que resiste.
Resiste de la desculturización, del estigma y del olvido, como área que asienta una población completamente precolombina, un estandarte en alto que brilla con luz propia, como el significado de su nombre: ´Lugar de escudos y banderas”
La tarde caía lentamente, los cohetes de vara explotaban en el cielo, las personas comprenden el llamado, se aglutinan frente a la Parroquia Santa Cruz de Roma, el incienso, las palmas decoradas, los niños vestidos en sus tradicionales vestuarios junto a sus abuelas, como un relevo tradicional, como resguardando lo hermoso de la festividad. Las cofradías se unen, relucen nuevamente los Historiantes.
El aroma, las flores, las palmas, las miradas ancestrales, la música, el baile, las esculturas, las diversas creencias unidas con un solo fin, la convivencia humana que trasciende sobre lo religioso; lo viejo, lo nuevo. Lo existente y lo inexistente pasea sobre las calles del pueblo.
Las varas siguen chiflando en el cielo azul, que, con una complicidad admirable de respuesta, sopla la brisa, cae la humedad sobre las tejas rojas, anunciando las venideras lluvias. Momento justo, que me hace pensar, toda la celebración, el homenaje tiene sentido ritual, la madre tierra responde.
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