René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
En esta pandemia todopoderosa, producto de la fuerte angustia que provoca el distanciamiento social y la cuarentena (lo que de por sí es una rara contradicción), hasta el sarcasmo ha puesto la cara seria y, cual corolario de la tragedia medieval en pleno siglo XXI, hemos visto caminar por las calles, bien tomados de las manos –la mano izquierda una, la derecha el otro-, a la perversión y el capital. En otras palabras: hemos visto, olido, saboreado y oído de todo, desde curas adorando becerros de oro para exorcizar al virus, hasta genocidas defendiendo los derechos humanos de quienes dejó vivos o dejaron vivos sus predecesores. Por ejemplo, algunos niegan o minimizan el peligro del virus cuando hacen el recuento de los hechos desde el libro de pérdidas y ganancias de sus empresas (o de la empresa de su patrón), mientras otros, desde la sala de cuidados intensivos de la pobreza, le temen como al peor de los enemigos.
Lo anterior nos lleva a cavilar una serie de tesis que, si las pensamos desde el compromiso teórico de la sociología de la cotidianidad, son igual a recitar en silencio y a solas (como si estuviéramos castigados haciendo mil cien veces una plana) frases contundentes: no podemos minimizar ni negar los peligros del virus; debemos cumplir al pie de la letra las ambiguas recomendaciones de la OMS para el cuidado de la salud y la cordura social; debemos rechazar o resistir la tentación del patético negacionismo de Trump y Bolsonaro; debemos escuchar a médicos y científicos porque ellos son los expertos adscritos. Pero ¿en verdad son ellos los expertos o especialistas, aunque sean unos burócratas multinacionales?, ¿hay que obedecer ciegamente a la igualmente ciega y manca Organización Mundial de la Salud?, ¿se trata de una opción binaria “salud o economía” o es en verdad una opción binaria “economía o economía”?, ¿es imprescindible y sana la cuarentena obligatoria que tanto atacan la extrema derecha y las derechitas con la coartada neoliberal o reaccionaria de que esa medida irrespeta su derecho constitucional al libre tránsito?, ¿se refiere esa extrema derecha a la libertad individual capitalista de ir a comprar mercancías al gran almacén que lo espera con una sonrisa, o a ir a beber unos tragos en un bar o discoteca olfativa, o a ir a pasear al rancho y la finca que exigen la presencia del ojo del amo?, ¿quién, cuándo y cómo se van a pesar las secuelas sociales del incremento de la desigualdad y exclusión social en los sectores populares?, ¿por qué se ocultan las causas reales de la pandemia patrocinando una pandemia alterna de pensamiento reaccionario?, ¿sirve de algo, que no sea el simple morbo, que los medios cuenten y miren los muertos, en tiempo real, en el instante justo en que les ponen lejía en la boca?
Esta pandemia ha demostrado que los virus son otra forma de hacer política y de hacer la guerra que por lo general signa o materializa a aquella, y, como en la guerra, el temor que ciega impera sobre el comportamiento individual y colectivo; la disidencia de la forma tradicional de hacer las cosas se castiga severamente y el pensamiento reaccionario trata de contagiarse masivamente usando recursos jurídicos hechos a imagen y semejanza del dios capital. Científicos sociales con compromiso refrendado en persona; locos sin nombre ni pronombres; médicos sin horario; investigadores serios que nadie aplaude; epidemiólogos titulados en el campo de batalla; biólogos del sarcasmo; curanderos como antropólogos de la agonía; periodistas sin editores; adivinadores del pasado; abogados descalzos que se resisten a las reglas de lo mundano que como algo pétreo redactaron sus perfumados colegas para recetarse a sí mismo un poder sobrehumano bien pagado; economistas sin subsidio ni propensos al suicidio ajeno; indígenas con más recuerdos que olvidos; utopistas en peligro de extinción y, por supuesto, los poetas de lo absurdo, se atreven a plantear preguntas, esquinas oscuras, ecos silenciados y otros caminos alternos en los meses de la pandemia.
Si bien las cuarentenas han sido una forma de elegir, momentáneamente, entre la vida y la economía, en el fondo de la crisis social total ese dilema está más allá de sí mismo. En muchos países debatieron un dilema tan falso como verdadero, y muchos presidentes sorprendiéndose a sí mismos (como el de Guatemala, Argentina y El Salvador, por citar solo tres) declararon públicamente que “si el dilema es la economía o la vida, yo elijo la vida”, y el de Guatemala incluso agregó con cólera cierta: “porque soy médico además de ser el presidente, cabrones”. Sin embargo, en un contexto de justicia social probada que muy pocos países tienen, una cuarentena puede velar por la salud y la economía al mismo tiempo, en favor de ambas si estamos en una Sociedad del Bienestar, más que en un Estado de Bienestar. Las opciones al respecto son varias, y hoy podemos saber que son varias porque el ensayo y error de los miles de muertos nos han dado cátedra. Hoy podemos hablar de cuarentenas selectivas e intermitentes; de cuarentenas basadas en la cultura ciudadana; de cuarentenas propositivas como estrategia para desarrollar otros proyectos sociales; de cuarentenas de los más vulnerables y no-cuarentena para los menos susceptibles de sucumbir mortalmente para ir construyendo el puente de transición a la inmunidad social. Y es que, aunque parezca inhumano, la epidemiología tiene dentro de sus premisas básicas: exponer al contagio a los menos susceptibles y no exponer a los más vulnerables, pues así se va creando la inmunidad general por contacto masivo que es la que hace irrelevantes a los virus, como el de la gripe común, por ejemplo.
Si esa premisa ya era conocida por los llamados expertos, la pregunta retórica es ¿por qué muchos gobiernos, en los primeros dos epicentros de la pandemia, no hicieron lo que es de sentido común en la epidemiología y así dar la pauta para que los demás países hicieran lo mismo en el momento en que entraran en la vorágine del virus? La respuesta que sirve tanto allá (el primer mundo) como acá (el tercer mundo o el otro mundo) es que los sistemas de salud pública están previamente colapsados sin necesidad de que haya pandemias; están seriamente deteriorados a propósito, o con conocimiento de causa.
Ahora bien, en todos los países se pregona que la salud es una prioridad democrática, pero la salud de los sectores populares no es más que demagogia, y por eso no hay capacidad para atenderla ni prevenirla de otra forma que no sea cargar en los hombros de los pueblos el gasto, la angustia, la muerte, el dolor, el llanto, la incertidumbre, el hambre presente y futura, y esto porque las condiciones habitacionales, laborales, económicas y socioculturales –que no han sido atendidas durante décadas- hacen insufrible la cuarentena y la pausa económica generalizada.