René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
En esta pandemia, como en todas las anteriores, los países y organizaciones de la salud no han privilegiado -como se debe- a lo que podemos llamar “ecología global de poblaciones”, donde figura, obviamente, la demografía, pero también la geología, la ecología, la epidemiología, la estadística, la demografía, la sociología, la antropología la historia, la psicología y la economía. El silencio de las ciencias que forman parte de dicha ecología global –conceptualmente construida desde la inspiración de la “ecología de los saberes” de Boaventura de Sousa- ha sido más catastrófico en los países pobres, los que han seguido la ruta marcada por los países ricos que imponen una perspectiva económico-clínica sustentada en las pruebas de laboratorio ideadas (pensando en ganancias futuras fincadas en la desesperación) para determinar y resolver el problema infección-virulencia-inmunidad, dejando de lado el contexto social en el que se produce-reproduce una pandemia o epidemia, las que siempre tienen efectos negativos mucho más profundos en los sectores pobres.
La perspectiva económico-clínica tiene como autor intelectual y beneficiario comercial a la poderosa industria de medicamentos que, paradójicamente, financia a la OMS generando un conflicto de intereses que en medio de una crisis a nadie le importa resolver. Por supuesto que hay algunos países que se escapan de esa imposición y privilegian el cuido de la salud (física y mental) de sus poblaciones y optan por la medida ancestral de evasión del contagio (cuarentena, total o parcial), la que no necesariamente funciona igual para todos.
Aparte de la perspectiva económico-clínica, la pandemia puso en evidencia que los sistemas de salud pública (de la inmensa mayoría de los países) no están al mismo nivel de inversión de los rubros más avanzados de desarrollo científico-técnico, lo cual incide en el colapso inmediato del sistema, y este en el número de muertos. Y es que, como patético factor común en América Latina con muy raras excepciones –y más allá del color ideológico de sus distintos gobiernos de turno- el sistema de salud es frágil, exiguo y atrasado porque durante al menos cinco décadas ha sido abandonado (caída presupuestaria, obsolescencia tecnológica, bajos salarios, falta de: unidades de cuidados intensivos, camas, empleados, ambulancias y medicamento); o ha sido espoliado deliberadamente (corrupción, despilfarro), lo que es más sensible a medida que crece la población. Ante una situación deprimente y deprimida como la anterior, la única alternativa frente a las pandemias es recurrir a la cuarentena total.
Otra situación que salta a la luz en una coyuntura como la que vivimos es si la misma será aprovechada para invertir más en salud o, simplemente, se va a pasar la tempestad del virus para seguir como siempre. Como sociólogo considero que instalar camas baratas y hospitales de emergencia en “lugares inapropiados o baldíos” es una prueba firmada de que no sacamos enseñanza alguna sobre el sistema de salud, pues la emergencia debería ser aprovechada para modernizar y ampliar dicho sistema. También como enseñanza desde la “ecología de los saberes”, no hay que perder de vista ni minimizar los profundos efectos negativos de las cuarentenas en los sectores populares que son, por designio divino del sistema capitalista, los “siempre perjudicados por todo”, pues de continuar en el actuar político el supuesto dilema entre salud y economía la pobreza crecerá a un ritmo vertiginoso en cuestión de meses debido a los millones de desempleados que, como muertos en un campo de batalla sin identidad, acompañarán en las estadísticas finales a los muertos por el virus.
Por morbo amarillista o por mezquino interés político (más que dolor cristiano), en los últimos meses la población del planeta entero ha estado contando muertos (propios y ajenos) y contando días de confinamiento que en el imaginario tienen más de veinticuatro horas. El confinamiento es por el momento -y a pesar de los cuestionamientos de algunos virólogos y de todos los neoliberales- la única forma segura de enfrentar un virus tan contagioso como el del COVID-19; y la crisis sanitaria es el mejor momento para recordar que tenemos millones de muertos invisibles cada año en tanto a nadie le interesa contarlos para generar alarma: el resfrío común es un monstruo silencioso y letal en los geriátricos y en los asilos que antes nadie contaba. Hay por lo menos un millón anual de casos de neumonía (atípica y típica) en el mundo y nadie se pone a contar con lástima sus muertos y lisiados; 821 millones de personas padecen hambre crónica y más de 150 millones de niños sufren retraso del crecimiento, y nadie se pone a contarlos para remediar su sufrimiento porque, al parecer, a nadie le importa nada sobre todo si, por una suerte irreal, uno es de los que sufre porque los aviones no surcan el cielo o porque no tiene la libertad de explotar el trabajo ajeno.
La apología del conteo de muertos –haciendo el trabajo sucio de la apología del morbo y del consumismo- nos está llevando al mezquino extremo de querer o de exigir contabilizarlos en tiempo real a pesar de que quien exige no pueda hacer nada con los datos. Lo anterior le ha dado relevancia y ganancias extraordinarias a los grandes medios de comunicación social que informan cada nuevo deceso con los alarmantes y muy efectivos apretones al corazón como: “noticia de última hora, noticia de última hora”; “urgente, urgente”; “último momento de una noticia en desarrollo, no se mueva de donde está”. Y a pesar de todo el drama y el morbo generado (un morbo cuyos datos no tienen ninguna utilidad real para el infectado de él) la situación no impacta ni en la conciencia social ni en la cultura política democrática o, cuando menos, en la memoria histórica… o quizá en el fondo ese es el objetivo oculto del morbo que se contagia más rápido que el virus: hacernos olvidar lo verdaderamente relevante en la sociedad, lo estructural, lo decisivo, lo que debemos cambiar si no queremos seguir siendo “los tristes más tristes del mundo”.
En función de eso surgen las siguientes interrogantes: ¿Cuántos analizan los datos de contagio a la luz de lo que sucede en las calles, las fábricas y almacenes?, ¿cuántos recuerdan que el colapso del sistema de salud no sería tal si la corrupción hubiera sido una pandemia erradicada?, ¿cuántos recuerdan que los países como el nuestro -que han sido azotados permanentemente por los virus de la corrupción, impunidad, ineptitud premiada y cinismo político- deben buscar construir una nueva versión de la utopía social a partir de la formación de nuevos instrumentos de lucha y nuevas lógicas políticas?, ¿cuántos saben que en el mundo hay anualmente unos 500,000 muertos por gripe común y que cada año mueren unos 7 millones de personas por la contaminación del aire? Ningún político de rancia alcurnia (y de rancio pensamiento) ni ningún medio de comunicación social pone en la mesa de discusión esos datos porque es como ponerse a cuestionar la vida en la que morimos.