René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
En esta pandemia convertida en una guerra de posiciones político-económicas, los fantasmas que han sido contratados para asustar por la noche son el del desempleo y el de la pobreza (o disminución de la riqueza) con el objetivo de sembrar en los cuatro puntos cardinales el pensamiento reaccionario de los neoliberales que se ocultan en las derechas y las derechitas políticas, académicas y religiosas. El argumento usado –como gritos de espanto- es numérico (lo que no significa que por ser tal sea científico) y para darle fuerza al mismo (pero no comprensión ni comparación histórica) se emite a través de instancias de talla regional como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la que, por cierto, redactó un informe sobre el futuro continental el día después de la pandemia: “Sus efectos generarán la recesión más grande que ha sufrido la región desde 1914 y 1930. El PBI caerá más de 5 % en 2020. Se prevé un fuerte aumento del desempleo”. Con esa sentencia, los fantasmas no pueden ser exorcizados.
Por otro lado, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicó a finales de abril lo que tituló: “El COVID-19 y el mundo del trabajo”, y concluyó que “casi la mitad de la población mundial podría llegar a perder los medios de vida y eso tendrá un efecto devastador”, lo cual es, a todas luces, un escenario apocalíptico insostenible incluso en los países más golpeados por el virus. Seguramente quienes redactaron la conclusión lo saben, pero también saben que ese tipo de alarma tiene impacto en el imaginario colectivo: lo hace reaccionario por miedo al miedo; y tiene efecto en la esfera real de la explotación capitalista (justifica la flexibilización laboral, el teletrabajo y con ellos rompe las condiciones subjetivas del sindicalismo) al tiempo que legitima la exclusión social de muchos sectores, como el de los estudiantes pobres que verán vulnerado su derecho a la educación porque con la educación en línea se premia la desigualdad social, con la que –siendo cómplices- las ciencias sociales institucionales que tienen pensamiento reaccionario parecen estar de acuerdo.
Desde la perspectiva de la sociología crítica -que denuncia todas las acciones de exclusión social que profundizan la desigualdad- el difundido dilema entre salud y economía es falso (o artificial), mezquino (o premeditado) y miserable (o perverso) en tanto evade el debate real sobre las acciones a tomar en la coyuntura de modo que sea un debate sobre el futuro desde el presente de la problemática, en lugar de ser un debate en el presente sin resolver los problemas que vienen del pasado. Y es que la controversia fundamental es fundar –o al menos poner las bases- otro modelo productivo en el que el desarrollo social sea la base de la hegemonía política, y esa controversia -que ha sido evadida por décadas de oscurantismo, corrupción y pensamiento reaccionario neoliberal- es posible gracias a la crisis pandémica, lo cual es en sí una ironía.
El coronavirus ha puesto en el banquillo público de los acusados la enorme y creciente desigualdad social, la falta de inversión en lo público, y la tremenda corrupción y despilfarro que ha sufrido, en particular, el sistema de salud pública producto de la impunidad oficial y de la política neoliberal y la consecuente mercantilización de la salud. Por tal razón, durante la pandemia muchos gobiernos (o las oposiciones políticas de estos) han centrado su accionar en la urgencia por sí misma (hospitales de campaña que serán desmantelados y la salud pública volverá al punto en el que estaba), es decir, que se han encargado de gestionar la enfermedad como si fuera una inversión en la bolsa de valores (especulando que sale más barato) para no abordar las políticas públicas de fondo: contar con sistemas de salud pública que puedan enfrentar cualquier pandemia –pensemos en el SARS-CoV (2002); gripe aviar (2005); gripe A-H1N1 (2009); MERS-CoV (2012); y el ébola (2014)- sin pasarle la factura del desempleo a los pobres.
Los gobiernos justifican la forma de afrontar la pandemia gestionando la enfermedad, afirmando que siguen líneas de la OMS, sin detenerse a pensar que es financiada por farmacéuticas y multimillonarios. Por delante de farmacéuticas como GlaxoSmithKline, Novartis, Sanofi Pasteur y Merck –todas fabricantes de vacunas- está el financista mayor de la OMS: Fundación Bill & Melinda Gates (propietarios de Microsoft) la que en un año puso 185 millones de dólares en las cuentas del organismo. Y, más que cualquier otro sistema económico, el capitalismo nos ha enseñado que “el que paga a los músicos escoge la canción”, y la canción será la venta a alto precio de la vacuna, cuyo precio aumentará a medida que el miedo, con la amenaza de millones de muertes, se vaya apoderando de todo. El sentido común cuya epistemología es lo cotidiano nos dice –o debería decirnos- que nuestra salud no puede dejarse bajo el cuido de organismos que enfrentan pandemias subsidiados por quienes fabrican las curas.
Para hacer sentir un criterio de autoridad inexorable, tales farmacéuticas –usando de voceros a la OMS, a los tecnócratas de los centros de investigación a destajo y a las universidades- usan frases como: “los especialistas concluyen que…”; “los científicos más científicos recomiendan”; “los expertos sugieren”; “los expertos en números dicen que las medidas a tomar son”. Y cuando el pensamiento reaccionario ya es una pandemia silenciosa, los políticos que piensan como empresarios, los empresarios que piensan como políticos y los académicos que esperan recibir un puesto, repiten en coro que se deben aplicar medidas determinadas por una élite de especialistas en generación de datos y curvas de determinadas materias, datos y curvas que no tienen mayor sostén supremacista porque, en primer lugar, la única forma de saber cuál es la tasa de reproducción real del virus es que supiéramos, con exactitud de tiempo real, dónde están y cuántos son los contagiados; y en segundo lugar porque esa élite nunca incluye a los científicos sociales para redactar los protocolos de acción, unos protocolos que, por carecer de la visión social, deben fundarse en el miedo a la enfermedad sin ver las causas estructurales de los daños que ocasiona.
En cuanto al aumento de la pobreza como resultado del “parón económico” obligado por la pandemia, la sociología crítica, desde la perspectiva del sector popular, debe hacerse las siguientes interrogantes: ¿Cuántas personas, que no iban a morir en el año, están muriendo a manos de una pandemia inédita a nivel mundial?, ¿cuántas personas iban a caer más hondo en su pobreza sin necesidad de una pandemia?, ¿cuántos trabajadores de todas las edades iban a engrosar el ejército de desempleados debido a las nuevas formas de teletrabajo promovidas por el neoliberalismo? No se puede tener un enfoque “reduccionista” frente a la pandemia porque eso empobrece el análisis ya que solo se quiere oír la voz de los epidemiólogos, médicos, virólogos y matemáticos, y se silencia las otras voces que, desde dimensiones indispensables, tienen mucho que decir y aportar en la crisis: sociólogos, antropólogos, trabajadores sociales, geógrafos y psicólogos.