Luis Armando González
Las palabras tienen sus trampas. Nos permiten ver la realidad, cialis pero no de manera directa, sino con una cierta distorsión. Hay, naturalmente, unas palabras que se aproximan mejor a la realidad que otras. Entre estas últimas, están las que en un tiempo fueron útiles para referirse a determinados fenómenos, pero que han perdido su alcance descriptivo, ante el cambio de la realidad a la que hacen referencia. Es decir, la realidad cambió, pero la palabra no; y al seguirla usando, se distorsiona aquello que se quiere ver con ella.
Precisamente eso es lo que sucede con la expresión “pandillas”, que se sigue usando en esta época para referirse a un fenómeno social que ha mutado extraordinariamente desde los tiempos en los que la misma fue acuñada. Veamos, ante todo, lo que dice la Real Academia Española:
Más allá de esas acepciones, la palabra “pandillas” –por lo menos desde los años sesenta del siglo XX— está asociada a grupos de jóvenes urbanos, en el barrio, la colonia o la cuadra, que se reúnen para fines distintos, desde gastarse el tiempo en actividades físicas (competencias deportivas, por ejemplo) hasta prácticas ilegales no exentas de violencia al interior de la propia pandilla o con pandillas rivales.
A lo tribal, se asocia un componente de rebeldía y de inmadurez toleradas (o casi toleradas) por los adultos como una etapa pasajera en la vida de los jóvenes. Ruido, agresividad, reuniones en las esquinas, cigarros, drogas como la mariguana y alcohol… a eso invita la noción de pandillas, tal como lo narra el libro Los cachorros, de Mario Vargas Llosa.
En El Salvador conoció un importante auge de pandillas en el sentido descrito, en los años sesenta y setenta. Es el tiempo en el que se acuñó la palabra “mara”, para referirse al grupo de amigos, con el que se compartían distintas experiencias ajenas a lo delincuencial y a los tatuajes. Ambas expresiones sirvieron para referirse al fenómeno social de violencia juvenil que se comenzó a fraguar durante la guerra civil, pero que hizo eclosión en la postguerra.
De hecho, las expresiones que se pusieron en boga fueron las de “pandillas estudiantiles” y “maras estudiantiles”, para referirse a grupos de estudiantes que rivalizaban con otros, disputándose las insignias de sus instituciones educativas. Con la expresión “maras” ya se sabe lo sucedido: comenzó a hacer referencia a grupos juveniles tatuados, con modos de comunicarse y de vestirse propios de ellos, y con una propensión a la violencia y al control territorial. Pronto, se comenzó a decir “pandillas” o “maras” para referirse a lo mismo, y a partir de esa identificación se encasilló un fenómeno social que, a estas alturas, ha dejado de ser lo que era hace dos décadas.
Porque, en efecto, lo que hay ahora son grupos criminales organizados, cuyas redes articulan a ex pandilleros, narcotraficantes, traficantes de armas, lavadores de dinero, contrabandistas de carros y tratantes de personas. En estas redes criminales, lo ilegal se teje con lo legal, dando lugar a un entramado de relaciones y recursos de enormes proporciones.
Se trata de un mundo de personas dedicadas al crimen, con plena conciencia de lo que hacen; personas que han elegido vivir de espaldas a la ley, violentando la convivencia social y poniendo en riesgo la vida de los demás. Han creado estructuras ah hoc para hacer más eficaz su quehacer criminal; asimismo, han establecido nexos con otras agrupaciones e individuos en vistas a compartir recursos y repartir mejor los dividendos del mercado del crimen.
Al seguir llamando “pandillas” a estas agrupaciones y redes criminales se diluye su carácter criminal, se suaviza su accionar, pues las connotaciones de juventud, rebeldía, informalidad, desafío a los adultos y fuerza física propias de aquellas se trasladan a un fenómeno que en lo absoluto es pandilleril. Porque, definitivamente, organizaciones de tipo mafioso, estables, con conexiones con empresarios, políticos y abogados; que trafican drogas, lavan dinero, extorsionan, etc., no son un fenómeno pandilleril. Son algo más grave y crítico: son agrupaciones criminales. Representan un desafío que la sociedad y el Estado deben enfrentar con sus mejores recursos.
Si se les sigue considerando “pandillas” no se entenderá la envergadura del problema. Ni se establecerán los acuerdos y consensos nacionales que permitan su solución definitiva.
No estamos, pues, ante “pandillas” sino ante criminales organizados. La procedencia de muchos de ellos seguramente son las pandillas de los años ochenta y noventa, pero eso es poco relevante para el momento actual.
Tampoco es relevante la discusión de si son fruto de la migración, de hogares erosionados o de origen pobre. Lo que cuenta es que son personas adultas que hoy por hoy se dedican al crimen de manera permanente. Y lo hacen en alianza con otros grupos e individuos que ni son migrantes, ni son pobres ni resultado de hogares deteriorados.
En fin, muchos de los que acosan a la sociedad salvadoreña quizás fueron pandilleros en el pasado. Ahora ya no lo son ni actúan como tales. Es necesario asimilar esta realidad de una buena vez, para dar a sus responsables el tratamiento correspondiente, sin confundirlos con lo que no son.