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París era una fiesta

 

 

PARÍS ERA UNA FIESTA

ALVARO DARÍO LARA

 

Sí, París era una fiesta. Ese París de entreguerras, que danzaba increíblemente al calor del jazz y del tango. El París mítico del arte y de la generación perdida. Por supuesto, el París del gran escritor y cazador de tigres norteamericano, Ernest Hemingway (1899-1962), cuyo libro, así titulado, me causó una impresión muy determinante, a los dieciséis años, cuando lo leí por vez primera. Impresión que de alguna forma, me reafirmó en un carácter muy lejos de los estilos personales del melodrama, como forma de vida. El libro se quedó en mí, como el París que Hemingway reseña en una carta de 1950 a un amigo: “Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas a donde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue”.

El texto iniciado en 1957 y terminado en 1960, da cuenta de la  vida del joven escritor Hemingway, entre 1921 y 1926, quien sobrevivía en Francia, como corresponsal extranjero y colaborador de revistas literarias, en compañía de la primera de sus cuatro esposas, y del primero de sus hijos. Libro cálido, íntimo, en esa prosa literaria que tanto debe a su oficio de periodista: oraciones cortas, párrafos firmes, perfectamente lógicos, de una gran maestría narrativa en su desnudez.

Por ese París desfila Gertrude Stein, pontificando sobre estéticas literarias y tipologías humanas; Sylvia Beach, propietaria de Shakespeare and Company, la sensacional biblioteca circulante y librería, que tanto acogió a esa promoción de autores; el insoportable Ford Madox Ford; Ezra Pound y su Bel Sprit; Evan Shipman; y un fraterno retrato de Scott Fitzgerald, luminoso y accidentado narrador.

Particular huella me dejó la historia de “El hombre marcado para la muerte”, Ernest Walsh, escritor y perturbado buscador de la compasión de los demás, ante su extinción inminente por hemoptisis, a quien Hemingway -genio de las descripciones y del sarcasmo e ironía- pinta magníficamente: “Ernest Walsh era moreno, vehemente, impecablemente irlandés, poético y marcado para la muerte, tal como en las películas salen personajes marcados para la muerte”. Walsh, se había dado a la tarea de informar “confidencialmente” a cuanto escritor consideraba de valía, el gane de un dichoso premio, otorgado por una prestigiosa revista. El ritual de anuncio, incluía bebida y comida, más la gran dosis de conmiseración personal, de quien alaba al otro desmesuradamente, a fin de obtener de éste un lindo recuerdo post mortem. En síntesis, a todos les decía lo mismo: que habían obtenido el galardón. La lista incluyó a Hemingway, Joyce y otros.

Agudo como era Hemingway, recrea así parte del episodio: “Me daba angustia las gentes que me hablaban de mi obra a la cara, y le miré y vi su expresión de marcado para la muerte, y pensé, podrido que quieres pudrirme con tu podre. He visto a batallones que caminaban por el polvo de la carretera hacia el frente, y una tercera parte de aquellos hombres iban a la muerte o a algo peor, y no se veía en ellos ninguna marca particular, el polvo era el mismo para todos, y ahí estás tú con tu aspecto de marcado para la muerte”.

Ese coraje de ser implacable consigo mismo desde joven, de retar a la muerte en el juego de la vida, y de finalmente, encontrarla, por una decisión respetable y auténtica; esas crudas agallas para identificar y afrontar los problemas reales, siempre me fueron –y siguen siendo-  inspiradoras, más allá de cualquier literatura y sus confites.

 

 

 

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