Luis Armando González
Hace un tiempo se acuñó la expresión “democracia participativa” para dar peso a la idea de que la palabra “democracia” –sin más— no hacía explícita la dimensión de participación que le es esencial. En esos momentos, se abusaba demasiado de una concepción de la democracia reducida a la participación electoral, la cual por cierto se caracterizaba por obstáculos de la más variada naturaleza. No se tiene que omitir apuntar que esa visión reduccionista de la democracia era abanderada por la derecha empresarial, política y mediática que hacía todo lo que estaba a su alcance para convencer a propios y extraños que la votación era un techo democrático insuperable. Por ahí está un redondel –en la capital— que expresa bien este reduccionismo, con el agravante de entender el voto como un arma y no como una anulación de las armas.
A estas alturas, añadir “participativa” a la palabra “democracia” se hace innecesario, pues ha quedado atrás la tesis de que la democracia consiste en unos meros procedimientos, y se ha impuesto la tesis de que la democracia, por principio, descansa en la participación del demos. Más aún, que la democracia se profundiza en la medida que se extiende la participación ciudadana en las distintas esferas de vida política, económica y social.
Al imponerse esta concepción –que prácticamente nadie pone en duda en estos momentos—, la derecha fue derrotada. Fueron derrotados, en el plano intelectual y político, sus ideólogos, analistas, asesores y creadores de imágenes y eslóganes. Visto desde el presente, fue valioso el esfuerzo que se hizo –en los años ochenta y noventa— desde instituciones como la UCA, el ISD, FESPAD, la Fundación Segundo Montes, FUNDACAMPO y la Compañía de Jesús para posicionar, en un entorno poco favorable y a veces sin tener una resonancia significativa en el debate público, una visión más amplia de la democracia, conectada íntimamente con una amplia participación ciudadana y con un respeto decidido a los derechos humanos.
Por aquí hay un cúmulo de experiencias y contribuciones a la democratización –que involucraron a académicos, sacerdotes, estudiantes y comunidades urbanas y rurales (por ejemplo, comunidades de Guarjila, Las Flores, Arcatao, San Antonio Los Ranchos y Comunidad Ignacio Ellacuría, en Chalatenango; y comunidades de San Fernando, Perquín y Torola, en Morazán)— que en algún momento habrá que rescatar y colocar en su debido lugar. Habrá que rescatar a personalidades como Jon Cortina (1934-2005), cuyo acompañamiento a las comunidades del Nororiente de Chalatenango no se dio sólo en la guerra, sino en la transición de postguerra. Gracias al esfuerzo de Jon Cortina y su equipo de apoyo del CIDAI, en la UCA, las ideas democráticas se sembraron en quienes, penosamente y a costa de enormes sacrificios, habían llegado desde Honduras para repoblar y rehacer su vida, luego de haber sido expulsados violentamente de sus comunidades, en el marco de la guerra civil.
En la primera década del 2000, esas experiencias y contribuciones continuaron, animadas por instituciones como la UCA –a través del CIDAI y de la YSUCA—, Cáritas de El Salvador y el SJD, en distintas zonas del país (San Antonio Abad, en San Salvador; Nueva Concepción, La Montañona, La Reina, Laguna Seca, La Palma, San José Las Flores, San Antonio Los Ranchos, Guargila, Comunidad Ignacio Ellacuría y Arctao, en Chalatenango; Metalío, Platanares, Guayamango, en Sonsonate), en las cuales se realizaron jornadas de educación popular en análisis político, organización social y liderazgo juvenil .
En el presente, pues, está bien afianzada la tesis de que para avanzar en la democracia se tienen que promover formas y mecanismos de participación que permitan al pueblo (al demos) incidir cada vez más en la toma de decisiones estatales, pero también en la rendición de cuentas, la fiscalización de los negocios privados (especialmente del sector financiero), la gestión de los recursos públicos, el escrutinio del ejercicio tributario de las grandes empresas, entre otros asuntos de interés para la sociedad.
Es de sobra conocido que las elecciones son un mecanismo importante de la democracia, pero también se sabe que la participación electoral no agota todas las posibilidades de participación política de los ciudadanos y ciudadanas. En ese sentido, de lo que se trata es de abrir otros espacios para la participación, como las asambleas ciudadanas, la gestión en el territorio, el diálogo permanente con los gobernados, la rendición de cuentas a nivel local, entre otros.
Mecanismos de participación como el plebiscito y el referéndum deben ser promovidos, ya que –como lo muestran las sociedades que los han implementado— permiten hacer frente a problemas de envergadura con el consenso de los gobernados.
La lógica de la participación popular es imparable; una conquista lleva a otra, y eso es avanzar en democracia. La lógica democrática conduce irremediablemente a una mayor participación del pueblo –a un aumento del número de quienes participan–, pero también a una participación cada vez más calificada en asuntos no sólo políticos, sino económicos, medioambientales, culturales y de política exterior.
Hay quienes temen a la lógica democrática. Quieren reducirla, a lo sumo, a la participación electoral, a la cual –además— le ponen obstáculos de todo tipo. Los grupos de poder económico –las nuevas oligarquías— hacen una férrea resistencia, ahora como en el pasado, a la ampliación y expansión de la participación ciudadana, es decir, hacen una férrea resistencia a la democracia.
Se valen de los más variados recursos, legales e ilegales, para hacer efectivo su sabotaje antidemocrático. Cuentan con aliados mediáticos, expertos en campañas sucias y manipulación de la opinión pública, para salirse con la suya, fabricando “visiones” de la realidad opuestas a las necesidades e intereses reales de los ciudadanos y ciudadanas.
Pero la participación se abre paso. Se abre paso el avance democrático no por inercia, sino por la voluntad y el esfuerzo de quienes están dispuestos trabajar sin descanso porque la lógica democrática –que es una lógica de participación— venza a la lógica antidemocrática, que es una lógica de exclusión.
Así, uno de los ejes potenciadores de esta dinámica de participación es la Política de participación ciudadana del Órgano Ejecutivo que está llamada a convertirse en uno de los motores institucionales (y estatales) del avance democrático en El Salvador. En el marco de la misma, las organizaciones de la sociedad civil –en toda su diversidad— tienen un espacio para su fortalecimiento, lo mismo que para encauzar sus demandas y asegurar su inclusión, activa y crítica, en la toma de decisiones que impactan en la vida de los salvadoreños y salvadoreñas.