Una vez por semana, viagra sale order íbamos con mi madre, prescription al Mercado Central de San Salvador, patient en busca del cargamento alimenticio. En esa época, inicios de los años setenta, el concepto de supermercado aún no había sido introducido masivamente, y la gran mayoría de las familias de distinta condición social, comprábamos directamente en los mercados municipales.
Existían ya algunas abarroterías y pequeños supermercados de grata recordación, muy populares y bien provistos, como “El Cochinito”, situado en las cercanías de la ex Plaza 14 de Julio, justamente a inmediaciones de farmacias legendarias y de otros muy vivos comercios, de ese San Salvador perdido en el ayer. También funcionaba un establecimiento modesto, bien surtido –como se decía entonces- conocido como la abarrotería del Viejo Pérez, a inmediaciones del cine Gran Magestic.
Sin embargo, el corazón de la venta y compra de verduras, frutas, carnes, granos básicos, y cuánto se nos pueda ocurrir, era el viejo Mercado Central, que tenía esas entradas misteriosas, casi espectrales. Rememoro la situada sobre la calle Rubén Darío, justo frente a la ex Plaza 2 de Abril (Hula-Hula), y contiguo a las ventas de botones, zíperes e hilos, que regentaban los chinos.
Ahí, justo ahí, en ese laberinto de callejuelas, donde bullía el hormiguero humano, se encontraba una venta de lácteos, donde mi madre adquiría, para mi gusto, un cartucho con aserrín de queso, que devoraba con delicia, relamiéndome de placer, al tiempo que avanzaba, halado por su mano, entre una multitud que iba y venía sin ningún sentido del prójimo.
Los cargadores, sin camisa y descalzos, se movían rápidamente, llevando sobre sus encorvadas espaldas, pesados bultos de distinta naturaleza. Al ritmo del fuerte “miso” (aféresis de permiso) se desplazaban casi en zigzag, puesto que no sólo eran los compradores y vendedores, los que constituían ese torrente de obstáculos imparables -mezcla de acres sudores y humores- sino también –en invierno- eran los charcos infestos de pútridas aguas, cosa común y frecuente en esas vías tan recorridas.
La vocinglería, y los pregones abundaban: ¡Vaya gentes, aproveche, calcetines, ropita para el niño, camisitas, venga! ¡Pupusas de queso con loroco, revueltas, de chicharrón! ¡Zumbina, para el que le zumba el pie de noche! Y así, al infinito, en los más variados estilos y ritmos
Evoco los puestos de las vendedoras de frutas y verduras, desbordantes de cromatismo. Todo el trópico en su esplendor: marañones, papayas, rojas sandías, jocotes, anonas, mangos, plátanos, guineos, piñas, una sinfonía de tierra y de sol.
Luego, al construirse el nuevo mercado, el escenario sólo se trasladó. Ya que personajes, productos y costumbres se mantuvieron intactos.
En esas memorables incursiones, para evitarme la fatiga innecesaria, mi madre acostumbraba dejarme, literalmente, depositado, en el puesto de una venerable maga de los refrescos. Sentado sobre esos altos bancos, me servían una horchata con leche -incomparable- en un huacal de morro, con abundante hielo picado, acompañada de unas pupusitas francamente de ensueño.
Al cabo de hora y media, regresaba mamá, ya con los famosos comprados, para emprender el retorno. Claro, que no podía faltar, en esa bolsa, el alboroto, que tanto nos gustaba, y el resedo que aromaba el comedor y el dormitorio de mis padres, con su perfume delicioso.
No duró mucho tiempo todo esto, el centro de la ciudad se fue volviendo más complicado en su acceso, y mi madre optó por lo más cercano: el Mercado de San Miguelito, para alternar después con el sistema de supermercados, en función que rápidamente fuimos siendo menos en la familia, y el boom de las primeras cadenas de éstos, apareció irremediablemente.
Pero, si se trata de proveernos a granel, nada ni nadie evita que mamá, a sus ochenta y seis años, siga yendo al mercado todos los miércoles. Y debo confesar que, recientemente, al internarme en el mercado tecleño, buscando plantas medicinales, pude comprobar, que el mercado, como una institución, sigue tal cual en todo su colorido y algarabía. Qué bueno que sea así. Qué bueno.
Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta