PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA.
PATROCINIO, EL BURRO Y LA SERENA.
Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Patrocinio compró un burro, un burro muerto. Muerto estaba el burro cuando lo compró Patrocinio. Así que lo llevó a su casa y lo paró, al burro muerto. Lo puso como si estuviera vivo, en el traspatio de atrás, y lo cubrió con una sábana para que no sufriera frío. Allí dejó entonces Patrocinio al burro muerto que había comprado. Estaba muy contento.
El burro estaba alegre también, aunque no decía ni expresaba nada. Era un burro tranquilo, que no daba problemas. Patrocinio lo bien alimentaba, con su alfalfa y con su pan, y con su balde de agua, de tal manera que fue adquiriendo cada vez un mejor aspecto. Todas las mañanas, tempranito, Patrocinio le llevaba su buena ración para que el animal se alimentara, y luego le daba unas palmaditas en el lomo. Era lo primero que hacía. Después se preparaba y se iba a sus labores.
Así estaba Patrocinio, contento y feliz con su burro en el traspatio, que había comprado muerto. Y también el animal. Era una convivencia armónica y desarrollada. Uno y otro se hacían compañía mutuamente. El burro, parado, con su colcha sobre el lomo protegiéndolo del frío, tomando sus alimentos en la mañana, y su amigo, el hombre, dotándole de todo lo que un burro necesita para vivir feliz. Así estaban, Patrocinio, y su burro que había comprado muerto.
Una noche, el burro, que estaba muerto, se murió. Patrocinio no lo supo hasta el día siguiente cuando muy de mañana, antes de dirigirse a sus labores, salió al traspatio con su ración de alfalfa y pan, y con su balde de agua, a darle de comer y de beber. Al acercarse a él, lo encontró muerto, muerto el burro que ya estaba muerto porque así lo había comprado Patrocinio. El hombre se entristeció. No sabía qué hacer. El pobre animal muerto se murió sin decir nada, ni una sola palabra. Estaba parado allí, con su perraje encima de él, mojado por la brizna y el rocío de la madrugada, viendo hacia adentro de la casa del hombre como siempre lo hacía, aunque sin ver nada por supuesto, pues estaba ya muerto cuando Patrocino lo compró. Patrocinio no acertó a hacer nada, y se quedó pensando, con una mano sobre el lomo del animal, y la otra cargando el balde de agua que debía tomar. No dijo nada, no fue a laborar, y guardó silencio para no desatar el chismorreo en el pueblo, como suele suceder. Así estuvo unos días. El burro, muerto dos veces, estaba igual que en su primera muerte, sólo que ahora sonreía, como suelen sonreír los burros cuando rebuznan, levantando la jacha de arriba como dicen aquí, y mostrando su enorme dentadura, con sus enormes encías, en expresión de contento. Así se quedó el burro luego de su segunda muerte. Sonriendo. Nadie se dio cuenta del suceso.
Quien sí se dio cuenta fue la Serena, porque la Serena siempre se daba cuenta de todo lo que pasaba en el pueblo. La Serena sí se dio cuenta, pero como le gustaba mejorar las historias que luego habría de contar, no dijo nada por el momento. Se quedó observando furtivamente al burro, subida en el muro que separaba su casa de la de Patrocinio, y en las mañanas, silenciosamente y sin que este se diera cuenta, veía cómo el hombre se dirigía hacia el animal para observarlo y ver si no había cambiado nada desde la muerte del muerto. Efectivamente, nada cambiaba día a día. Lo miraba con un dejo afectivo y se iba. La Serena sólo acertaba a observar. Pero ella no sabía que el burro que ahora estaba muerto ya había estado muerto antes una vez.
Cuando la Serena vio que nada más cambiaría, que todo seguiría igual, y que el burro permanecería muerto para siempre, riéndose y viendo hacia la casa de Patrocinio, pero sin reírse de verdad ni ver nada, fue al pueblo y contó la historia. Nadie le creyó, porque la gente, que sí sabía que el burro que había comprado Patrocinio estaba muerto cuando lo compró, no podía entender cómo se podía morir un animal que ya estaba muerto. Así que a la Serena le falló la historia, y esta vez, la gente, que siempre había estado ávida de escuchar sus ocurrencias, esta vez no le creyó, y la tildó de loca.
La Serena se frustró. No volvió a contar historias, procurando no darse cuenta, como antes, de todo lo que pasaba, para no contarlo. Eso sí, todas las mañanas, cuando Patrocinio se iba a sus labores después de visitar a su doblemente muerto amigo, la Serena, furtivamente, se saltaba el muro y se acercaba al animal, poniéndole, imitando a Patrocinio, una de sus manos sobre el lomo y con la otra sosteniendo el balde de agua que le llevaba, y que el burro ahora, de tanto morirse, ya no se tomaba. Así pasaba las horas, platicando con el burro, que también platicaba con ella.
No he podido saber de qué tantas cosas hablaban. Pero ni Patrocinio ni la Serena fueron ya nunca los mismos.
Ni yo.
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