Carlos Anchetta,
Escritor y cineasta
Si a uno le proponen leer un libro donde hay un policía (en realidad una policía) que viaja en el tiempo en un ingenioso aparato llamado Saltador, que habla el idioma de los Patrulleros del tiempo, el Temporal, un policía, pues, que vigila la historia de la humanidad para evitar que otros viajeros en el tiempo afecten el devenir normal de las cosas así como las conocemos hasta hoy, y que ese policía es entrenado en un periodo llamado Oligoceno en el Oeste americano, una edad cálida de selvas y herbazales, cuando los reptiles antecesores del hombre habían esquivado la senda de los grandes mamíferos gigantescos, una Academia que estaría en pie medio millón de años entrenando soldados de la causa, o Patrulleros, y luego sería cuidadosamente demolida hasta que no quedara rastro de ella, o por lo menos hasta que los hombres, en el año 19352 después de Cristo, hallarían el modo de viajar a través del tiempo y volverían al periodo Oligoceno y reedificarían la Academia.
Resulta fascinante y atractivo un argumento así, y no queda otro camino que ponerse a leer inmediatamente, por lo menos los que confiamos ciegamente en la imaginación del hombre.
Supongo que cuando un adolescente acepta la propuesta de leer un libro de esta naturaleza, el daño es casi irreversible. Se corre el riesgo, entre otras cosas, de andar de un lado para otro delirando sobre otros mundos posibles, sobre las paradojas más elementales que alterarían el orden de lo conocido, sobre las posibilidades reales del hombre infinito donde desaparece Dios, ese viejo de barba blanca que lleva la cuenta de todos sus gorriones. En el menor de los casos, un adolescente se comportaría como se espera de él: indiscreto para una revelación tan importante. Pero un adulto es distinto, un adulto piensa mejor las cosas que dice y hace, ya no se deja llevar por la emoción del momento, medita cada uno de sus golpes, analiza la jugada final que lo lleva a aceptar nuevamente su temporalidad humana, es decir, vuelve al origen de partida de donde lo sacó la lectura aunque sea por unos segundos. Porque aunque sea por un corto lapso de tiempo, todos los lectores de este libro y de esta clase de historias, creemos firmemente que lo que hemos leído es posible, que en el fututo la humanidad alcanzará un desarrollo tan alarmante que estos viajes a través del tiempo serán cosas de la vida cotidiana. Por eso me temo que este tipo de historias son dañinas para la humanidad entera, alimentan la imaginación y los sueños, ¿y qué es un ser humano imaginativo y soñador? Es un ser que desprecia lo establecido, un ser que se revela a su historia, a su educación, un ser que pone patas arriba el sistema. Es un negador absoluto, un iconoclasta consumado, un buscador de aromas distintitos, y lo más peligroso de todo, es un extranjero en un mundo viciado porque es un viajero en el tiempo que se niega aceptar el orden establecido y propone cambiar el futuro, este presente, cortando las cabezas de los animales infestos.
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Guardianes del tiempo es el título del legendario libro de Poul Anderson (Bristol, Pensilvania, 1925 – Ídem, 2001), el celebrado autor de origen escandinavo que escribió variadas historias de fantasía y ciencia ficción. Es una colección de cuatro relatos que reunió con ese título en 1960 después de que aparecieran publicados en años distintos en la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction. El primero de ellos, del que nos ocuparemos más adelante y que apareció en 1955, se llama Patrulla del tiempo, y narra el origen y ejecución de una policía temporal que vigila que la historia de la humanidad permanezca inalterada, es decir, que otros viajeros en el tiempo no afecten nada de lo que conocemos hasta el día de hoy. El héroe de esas historias es Manse Everard, un neoyorquino grande, ingeniero mecánico del ejército. Ese mismo año también apareció otro relato con el mismo protagonista que tituló Delenda Est, donde Everard lucha cuerpo a cuerpo por volver a Roma a su historia original y para ello se mide a un ejército legendario y a uno de los generales más importantes de la historia: Aníbal. En este relato se hace la inquietante pregunta: ¿qué hubiese pasado si Aníbal hubiera vencido a los romanos? La historia occidental así como la conocemos, simplemente, ahora no sería la misma. En 1959 Anderson publicó El valor de ser un rey, donde se nos cuenta, siempre de la mano de Manse Everard, la búsqueda de un Patrullero perdido en Irán en el año 542 a. C., en los dominios de Ciro II, el grande, el fundador del imperio persa. El relato que cierra el libro se llama La única partida en esta ciudad, y trata de la llegada de los primeros americanos de origen mongólicos y donde se plantea otra pregunta por demás interesante: ¿qué hubiese pasado si los mongólicos hubiesen regresado donde su rey y este hubiese decidido hacer una expedición más grande al continente americano donde se hubieran asentado sin dar cabida a otros exploradores de origen europeo simplemente porque ya no habría nada que descubrir? La historia así como la conocemos hasta hoy, ahora no sería la misma. Este último relato fue publicado en 1960, el mismo año en que Poul Anderson decidió reunir las cuatro historias en un libro que se convertía en legendario, uno que sobreviviría al mismo tiempo, uno que tendría por título Guardianes del tiempo. Poul Anderson volvió al mismo personaje años después y escribió otros relatos y otras novelas, historias que quizás ayudaron a que escribiera a finales de los ochenta su legendaria novela sobre los viajes a través del tiempo: La nave de un millón de años.
Ahora que lo recuerdo, no sé quién me recomendó leer Guardianes del tiempo, o quizá yo mismo lo descubrí al azar como me ha ocurrido con otros libros y autores. Por suerte la lectura la hice con treinta años de edad, una edad donde se empieza a tener verdadera claridad en casi todas las cosas de la vida, o por lo menos se empieza a tener noticias de ellas. Debo admitir que la lectura la hice sin prejuicios, en otra edad, en la primera juventud, por ejemplo, ni se me hubiera ocurrido hacer un viaje a esta literatura marginal. Porque para nadie es un secreto lo ninguneado que ha estado el género desde siempre o quizá por los mismos de siempre. Quizá por ser yo mismo un marginado y muchas veces (quizá todas la veces, ninguneado), encajé con este tipo de literatura que ha sido una revelación, una suerte de paraíso. No podría estar en total acuerdo con las palabras de David Drake cuando dice que este libro sería su respuesta a la pregunta: ¿qué libro aconseja a un amigo que no lee ciencia ficción? Simplemente no hay uno mejor que Guardianes del tiempo para empezar por el género donde después se encontrará con otros grandes exponentes como Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Robert A. Heinlein, entre otros.
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Pero, ¿qué es Patrulla del tiempo, qué contiene, cuál es su estructura, de qué trata? Intentaré hacer un dibujo general del primer relato del libro.
Poco antes de 1956, en realidad un año antes de esa fecha que marcó la gran crisis del género, Poul Anderson publicó en la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, un relato que tenía por nombre Patrulla del tiempo. Este relato sería el comienzo de una de las series más interesantes de la ciencia ficción de todos los tiempos. Todavía hoy se sigue editando, pero sobre todo, sigue fascinando a miles de lectores en todo el mundo. Patrulla del tiempo puso los cimientos de otros grandes relatos. Aquí se comenzó a configurar todo el caparazón de la serie que tanta popularidad le ha dado a Poul Anderson.
El inicio del relato es por demás interesante:
SE NECESITAN HOMBRES de entre 21 y 40 años, preferiblemente solteros, con experiencia militar o tecnológica y buenas condiciones físicas para trabajo bien remunerado que incluye viajes al extranjero. Compañía de Estudios de Ingeniería, 305 E. 45, de 9 a 12 y de 14 a 18.
Uno de los que acude al llamado es Manse Everard, un neoyorquino grande de treinta años de edad que es ingeniero mecánico titulado. Después de pasar una serie de pruebas que duraron tres horas, a Everard le revelan el verdadero proyecto en el que se embarcará. Entonces Manse Everard es llevado al periodo Oligoceno para su formación, donde estudió la historia, la ciencia, el arte, la filosofía de cada país, con especialidad en el siglo XIX, después, si requería viajar a otra época, sería instruido con un acondicionador hipnótico que lo hacía en tiempo record. De modo que después de esa instrucción lo enviaron a su época, 1954, donde llevaría una vida normal en espera de una misión que le asignase la Academia. Y esa misión llegó rápidamente.
En el tiempo que duró su formación en la Academia, Manse Everard trabó amistad con Charles Whithcomb, un culto inglés que prefería la soledad y el aislamiento. Este inglés venía de una época cercana a la de Everard, 1947, por lo que no tuvieron problemas en empanizar y entenderse. En una de las salidas de caza, Whithcomb le cuenta a Everard que en noviembre de 1944, Mary Nelson, su novia, con la que iba a casarse después de la guerra, murió por causa de las bombas que cayeron en la casa de una vecina a quien había ido a visitar. Si se hubiese mantenido en la suya, le dijo, no hubiera perdido la vida. Era una fecha que siempre tenía en la mente, una que simplemente no podía olvidar. Fue en compañía de este inglés que Manse Everard tuvo la primera misión en el tiempo.
Curiosamente la primera misión nació de un relato victoriano que Everard leyó en un libro que tomó de la biblioteca, un día en que estaba especialmente aburrido. El caso se trataba de una tragedia en Addleton, un pueblo de Kent, Inglaterra, con fecha del 25 de junio de 1894. En su finca de estilo gótico, lord Wyndham, un arqueólogo entusiasta, había hecho unas excavaciones en una tumba bretona donde descubrió en la cámara funeraria un arca en buen estado que tenía unos lingotes de un metal desconocido. Ese día estaba en compañía de James Rotherhithe, pariente suyo y experto en el Museo Británico. Después de ese día el noble enfermó y en poco tiempo murió. James Rotherhithe, que apenas miró el arca, no sufrió ningún resquebrando de salud, por lo que fue acusado de envenenar a su pariente con un misterioso brebaje asiático. Unos policías de Scotland Yard detuvieron al hombre. Su familia, afligida por la grave acusación y creyéndolo a él inocente, contrató los servicios de un detective privado por demás excéntrico, uno que era alto y flaco, de facciones aguileñas, un detective que iba en compañía de su fiel escudero, un tal doctor en medicina que era fornido, bigotudo y cojo. Este detective demostró por medio de hábiles razonamientos y con pruebas de animales, que el acusado era inocente.
Aunque no revela el nombre del detective, no hace falta hacer un comentario más para caer en cuenta el homenaje y guiño que hace Poul Anderson al famoso personaje de Conan Doyle, ni más ni menos que el mismísimo Sherlock Holmes.
Después de preguntarse de por qué la Patrulla victoriana no había hecho nada, Everard decide actuar, al fin y al cabo estaba preparado para viajar a esa época y echar un vistazo en el caso, que le resultaba por demás fascinante. ¡Y a quién no! Después de hacer las gestiones necesarias, donde se le sugiere hacer el camino con un agente inglés, Everard se le ocurrió el primer nombre que se le vino a la cabeza: Charles Whithcomb. Hizo una llamada y Gordon, su jefe, consintió en que el inglés lo acompañara en la misión. El Saltador se parecía a una motocicleta, solo que sin ruedas y sin manillar, tenía dos asientos y una unidad de propulsión antigravitatoria. Everard se montó a su Saltador y puso las coordenadas hacia 1947 para recoger a Whithcomb en un almacén de Londres. Cuando lo hubo hecho puso las coordenadas para el 26 de junio de 1894, a donde llegaron justo a la medianoche. La aventura apenas comenzaba.
Esa noche fueron recibidos por otro patrullero, un tal Mainwethering, con quien discutieron todos los puntos del caso. Hablaron de cuando Kent fue invadido por Jutlandia, de donde parecía tener origen el problema. Antes tenían que revisar la tumba bretona y para ello Mainwethering les proporcionó pases de arqueólogos para que no tuvieran problemas con las autoridades. Cuando llegaron los patrulleros al lugar, aún husmeaba en la tumba el excéntrico detective, quien no perdió detalle de su visita. Después de revisar los lingotes que contenía el arca, los patrulleros concluyeron que allí había tanta radioactividad para matar a un hombre en cuestión de pocas horas, solo que la radioactividad no se había descubierto aún, y que por ello no podían decirlo a nadie, mucho menos al excéntrico detective que se acercó a preguntarles. Una vez en Londres y después de hacer unas pruebas de carbón de un pedazo de madera robada en la tumba bretona, concluyeron que databa del año 464, cuando los jutlandeses acababan de establecerse en Kent. De modo que para resolver el misterio tenía que viajar hasta ese año.
El Saltador aterrizó en una noche de luna llena en un lugar donde se enterraron los lingotes junto a un cadáver que debía de ser el de algún brujo. Allí había un caserío de agricultores y ellos, los dos Patrulleros, se acercaron a hacer averiguaciones para no fallar en la misión. Un hombre de barba gris con un hacha en la mano se acercó y Everard, se presentó al hombre como Ufga Hundigsson y a Whithcomb como su hermano que respondía al nombre de Knubbi, dos mercaderes de Jutlandia que llegaban a comerciar en Canterbury. El labriego los invitó a desayunar y fue allí donde se enteraron de un brujo sepultado en sus tierras, uno a quien le hacían un ritual por temor y respeto. El brujo era un tal Stane, que había aparecido en Canterbury hacía unos seis años. Este hombre se ganó el beneplácito del rey y nadie osaba en desafiarlo pues tenía una vara que lanzaba rayos, dijeron los aldeanos. Era lo que necesitaban saber y ahora solo quedaba retroceder tres años en el tiempo para enfrentarse cara a cara con Stane y resolver el caso.
Llegaron al palacio del brujo, donde tuvieron una singular conversación y después le dieron muerte y partieron a sus épocas, solo que Whithcomb no volvió. La historia parecía cerrada pero continuaba, continuaba en noviembre de 1944, el año en que Mary Nelson murió por las bombas, el año en que cambió la vida de Charles Whithcomb.
Apenas es la mitad del relato, la mitad de un viaje no solo por el tiempo y los sueños, no solo por la historia de la humanidad, es un viaje a la medida exacta de lo que construye el hombre en una vida, quizá en una vida corta, la verdad solo un momento basta. Un historia fascinante con un final que no tiene fin porque el tiempo no lo tiene, porque los sueños y la imaginación nunca se detienen en ningún lugar de la historia.