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Pelo y barba, por favor

René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)

El recuerdo de lo que no recuerdo me dice que don Nico pasaba la mayor parte del día sentado en su sillón VIP, esperando, con paciencia irreal, a sus clientes. Esa paciencia de ultratumba fue forjada en el crisol de: los días dedicados a ojear la vida en los periódicos que traían como vieja novedad las noticias del Vietnam en llamas; las horas en que se relamía las ilusiones perdidas en los pasquines picarescos; los minutos inmortales dedicados a ver pasar la sombra de su propia verdad prendida de gente extraña, y a contar los carros que pasaban bufando frente a su puerta, siempre abierta a pesar del sol impío o de la lluvia pertinaz.

Sus compañeros de espera, cada mes más larga, eran: un sillón giratorio rojo que yo declaré como el lugar más cómodo y fascinante del mundo; un mar de aparejos estrafalarios y quirúrgicos, propios del oficio, ordenados rigurosamente por orden de estatura, entre los que destacaban, por su brillo fuera de este mundo: las tijeras, la rasuradora eléctrica y la navaja de afeitar. En la pared sur de la barbería “La Francesita” -hoy ya sabemos su nombre- colgaba un espejo de bordes azules justo frente al sillón para que el cliente, con malicia varonil, apreciara el resultado de las mordidas que, sin tregua, ejecutaban las tijeras. Como si fueran parte de un coro, cuatro sillas cascorvas insinuaban la lejanía de los días mejores, y la cinta de cuero en la que, con habilidad celestial, afilaba la navaja cada vez que se disponía a hacer un lance sobre la barba de los clientes, moría de hambre.

En los años buenos, ese paisaje era una sinfonía perfecta, y los copos de pelo atestiguaban -¡sí señor, es el mejor barbero!- arduas faenas de trabajo; copos que no hay que barrer para que la gente crea que he tenido cien clientes -me decía, susurrando un secreto del oficio. En los últimos años que se pusieron negros desde que, a partir del 17 de enero de 1992, empezó a pagar semanalmente una extorsión infame, don Nico domaba la mala suerte guardando, en bolsas de papel, los copos de pelo de los escasos días buenos y, a mediodía, los espolvoreaba de tal forma que cualquiera que entrara se imaginara muchos clientes satisfechos.

Los instrumentos y sortilegios reposaban en un olor a talco (de ese que sopla los pelitos que se quedan dormidos en los hombros) y a drástica colonia de hombre (barata, por supuesto; de lavanda, claro está) que me fascinaron de por vida. Esos olores, siendo apenas un adolescente, fueron para mí los símbolos patrios de la masculinidad, pues, en ese entonces, los hombres se cortaban el pelo en las barberías atendidas sólo por hombres. “La Francesita” era un cuarto de mesón que daba a la calle principal de Ciudad Delgado, la que vigiaba con sus dos ventanas de madera, y a la que le sonreía con su puerta, de madera también. Ahí, me pasaba horas y horas viendo caer los copos de pelo que don Nico cortaba con maestría y esmero; me entretenía leyendo los pasquines, una y otra vez, hasta que llegaba el nuevo lote con las historias del Fantasma, Archie, Hermelinda Linda, y tantos personajes que hoy añoro con nostalgia. Yo era el primero en leerlos, lo cual siempre me hizo sentir un halo de nobleza. En ella vi pasar los calores más terribles y las tormentas más feroces, contradictorias situaciones climáticas que aprovechábamos para armar pláticas sobre el honor.

Yo dejaba de leer cuando don Nico procedía a afeitar la barba, porque el cliente dijo: “pelo y barba, por favor”. Me gustaba ver cómo la brochita, que embadurnaba de espuma en un traste de aluminio, se deslizaba por las mejillas, la quijada y la parte superior del cuello, como si sobre ese lienzo de piel fuese dibujando mares de algodón; verlo ejecutar lances mortales con la navaja en la cinta de cuero, para afilarla; ver cómo la navaja retiraba la espuma y, con ella, la barba, hasta dejar todo sin asperezas; verlo poner, sobre la cara recién afeitada, una toallita blanca, caliente, vaporosa, con la cual retiraba los excesos de espuma y relajaba a los clientes. En ese momento, todos cerraban los ojos y se dejaban hundir en un éxtasis que yo no entendía, pero que anhelaba vivir. El acto final, por ser el mejor, era pasar una máquina masajeadora en la cara que con su ronroneo tísico parecía llamar a la memoria. Yo quiero que me pase la máquina, le decía, y él respondía que: eso será cuando te salga barba, y para eso falta bastante. Cuando seas un hombre, hecho y derecho, te voy a dar el primer masaje en la cara –prometió-.

A la barbería llegaban personajes de todos los estratos sociales, y todos ellos me daban lecciones empíricas de política, economía y, por supuesto, de hombría tradicionalista, lo cual para ellos se resumía en preguntarme si ya había ido donde “las niñas”… “donde las putas, pues”, me aclararon la primera vez que oí esa ironía. A ella llegaban, cada quien con su propia agenda y vocabulario: el motorista, que no paraba de hablar del mar de tetas gigantes que le ponían en la cara –a propósito, juraba- cuando el bus iba repleto; el profesor de escuela y sus temores por la coyuntura política; el sastre y sus relatos mágicos de proezas con minúsculas piezas de tela; el sorbetero, y las ansias de que su hijo se metiera al cuartel para quitarse la carga de ese “huevón”. Y yo, el estudiante de tercer ciclo, a quien miraban con orgullo cierto por alcanzar tal nivel de educación.

Tanto años después, aprovechando que las condiciones de seguridad han mejorado muchísimo, regresé a Ciudad Delgado para ir a cobrar esa promesa que me hizo, como si el tiempo no hubiera pasado y todas las personas y lugares que abandoné, hace más de cuatro décadas, estuvieran dónde las dejé y cómo las dejé: olorosas a lavanda y talcos. Estuve parado casi una hora mirando fijamente el lugar donde antes había estado la barbería, como si al mirarla de esa forma pudiera darle marcha atrás al tiempo.

Y entonces, Don Nico -inmigrante coreano que llegó al país, en la década del 60, con más aflicciones que dinero- se apareció entre la bruma de la nostalgia y me miró como si fuese la primera vez que lo hacía. Acomodando el sillón rojo a mi estatura diminuta, con la toallita caliente en las manos, me invitó a sentarme, y el ronroneo tísico de la máquina lo invadió todo cuando, pasándola por mi cara, me dijo: pelo y barba están a mitad de precio porque ya no pago la “renta”.

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