René Martínez Pineda *
Sé que hoy, mañana, dentro de un mes… o toda la vida que resta, me acordaré de una confidente y trizada pared en la que los deterioros del adobe eran un gato, un tigre, un largo número sin dígitos, una pupusa, un unicornio azul como coartada de las metáforas, unos dedos como potros galopando hasta mi pecho huérfano de camisas. Es curioso ver cómo inicia y termina la vida, tal como los recuerdos, en ritos del imaginario que son un simulacro del romance del péndulo. En los soplos reveladores de la cultura, la variable recurrente es el asombroso descubrimiento de uno mismo, en su talidad, y eso nos lleva –si carecemos de frutos o mundos secretos- a la lapidaria conclusión, en tanto toma de conciencia, de que la soledad es una regularidad biográfica, si dejamos que los recuerdos se llenen de olvido.
¿Qué soy, dónde estoy parado y cómo ejecuto eso que creo ser o quiero ser? La nostalgia es el momento en el que tomamos conciencia de nuestro ser en trance de crecimiento. Las pérdidas sufridas nos empujan a una fase reflexiva que conduce, necesariamente, a la auto-contemplación de lo dado y lo dándose, de la misma forma en que contemplo la pared para juntar en sus fisuras, que hablan distintos idiomas, el pasado con el presente.
Sé que hoy, mañana, dentro de un año… o toda la vida que divide, me acordaré del murmullo estrafalario y contundente del mítico subterráneo de Santiago de Chile cuando viaje a pie por la melancolía; me acordaré de la roja calidez de un beso fiado en la solitaria habitación de un hotel de la Habana, de su prodigiosa y dulce marejada de alquiler, su irrevocable necedad de repetir dolores en el pecho para sentirme vivo, aunque esté solo en ese instante. Pero sentirse solo no es sentirse menos, es sentirse diferente y único en ese rito en el que siempre estamos lejos: lejos del mundo, de los otros, de uno mismo, de una inventada constelación Anisóptera o de la mano de acuarela que nos dejó partir. Con ello gano la capacidad de usar el silencio, además de la poesía vocinglera, como un arma de defensa, de la misma forma en que cotidianamente usamos máscaras para proteger nuestra intimidad e identidad sin que sean cardinales las ajenas –que invadimos- y así el círculo de la soledad se convierte en un laberinto perfecto.
Sé que hoy, mañana, dentro de un quinquenio… o toda la vida que suma, la paradoja se repetirá como remolino oceánico jalando ojos a su centro; imágenes tibias me restituirá con el simulacro de un beso postrero que en la fogosa densidad de algún aeropuerto ultramarino me hará encender por instinto un cigarro tras otro hasta que me encarcelen o me saquen a patadas; se replicará como presagio fallido y como ventana a la que me asomaré para buscar, con ojos de tormenta: mi cuerpo desnudo navegando a la ribera del otro; las caricias más pequeñas dichas con los pies; las ojeras escolásticas de tanto estudiar; el inevitable ritual de verla pasar bajo mi rostro y descubrir que se ríe a carcajadas sólo para derrochar la luz. Y es que, en un acto de fe ecuménica, derrochamos lo que tenemos a la mano con la ilusión de que el derroche, por sí mismo, cautive a la abundancia, y si no la conquista por lo menos se finge.
Sé que hoy, mañana, dentro de una década… o toda la vida que multiplica, visitaré de incógnito los bares taciturnos y las calles cultas y bohemias de Buenos Aires –la Avenida Corrientes, sobre todo- y recordaré que, por destino lírico, sólo intercambié un par de miradas con la paradoja antes de que yo, el loco tira-palabras que no impactan en nadie, empezara a desear, como si estuviera en una fiesta, su cartografía de lunares supuestos arrinconada contra cuatro paredes sin puerta ni ventana de escape. A esas alturas, lo importante es que, durante esa fiesta de la memoria, todo pasa como si fuera cierto, tal como en los sueños, y así no importa lo que no se vivió, sino lo que se recuerda que pudo haber pasado, y con ello nos burlamos de las historias frustradas, de las pervertidoras de la historia y de nosotros mismos. La gente se burla de: los religiosos célibes, pero respeta a la que se convierte en “la puta del cura”; las instituciones democráticas que sólo piensan en los ricos; el ejército y sus masacres; y, en el límite de la agonía, hasta del guanaco mismo y su no-identidad.
Y es que el guanaco no quiere, no puede o no tiene valor de ser salvadoreño. Demasiados espectros lo calcinan: la maldición del ladino, la expropiación de tierras, la independencia, la masacre de 1932, la guerra civil y, además, cuando nuestras palabras no hacen magia: el abandono definitivo de la paradoja que nos enamoraba. Uno tiene su forma de exorcizar a sus demonios cuando les teme. Una huida o un grito contundente son suficientes para afirmarnos ante lo ajeno, ante los otros: ¡Viva El Salvador y la virgen María, hijos de puta! Pero ¿quiénes son los destinatarios del grito de combate?
Sé que hoy, mañana, dentro de medio siglo… o toda la vida algebraica, visitaré de noche los palacios medievales del añorado Berlín Oriental y me emborracharé con los recuerdos que me fueron expropiados de tajo. ¿Qué otros recuerdos podrían propiciarme tus recuerdos, paradoja? Ilustrado por el cangrejo, yo sabré reciclar la pérdida en el cuaderno donde anoté las metáforas que, al ser decodificadas por un intruso, denunciarán biografías paralelas que siempre fueron respetuosas de la geometría. La veo pasar al baño para disimular una urgencia con otra (¿pensar en mí? talvez); la segunda puerta a la derecha… y yo me refugio en los cigarros de la espera pensando en que todo vuelve a la anormal normalidad: un gato, un tigre, un largo número sin dígitos, un unicornio azul como coartada, unos dedos como potros galopando hasta mi pecho… un péndulo rojo que sólo sabe decir que sí, para que la soledad nos lleve inexorablemente a la conciencia del pecado sin romanticismo.
Sé que hoy, mañana, dentro de un siglo… o todo el milenio, me perderé en el calor de Guadalajara y sus templos para recuperar el sagrado don de traspasar la pérdida de la paradoja mediante el deseo como libre elección de nuestra fatalidad, repentino descubrimiento de lo secreto y fatal de uno mismo.