José M. Tojeira
Continúa el tema de las pensiones. Un derecho universal, del que solo disfruta hoy un 20 o un 25% de la población en edad de gozarlo, tiene al país encadenado en una crisis de deuda casi permanente. Se busca un respiro y arreglar la situación por unos cuantos años más. Entre diez y quince años de respiro tal vez. Pero nadie hace el esfuerzo de pensar, hablar y calcular las posibilidades de una pensión universalizada para todos y todas las salvadoreñas que lleguen a una edad de retiro. Cómo lograr que la mayoría de los salvadoreños tengan pensiones contributivas no está estudiado. Tampoco está estudiado cómo añadir a ese monto una serie de pensiones no contributivas, necesarias mientras se mantenga el tema de la justicia social y el respeto a la igual dignidad de la persona en el texto de la Constitución. Los derechos, por supuesto reales, del 20% de los salvadoreños ocultan los derechos del 80% de nuestra población. Solo de ese 20% se habla en los periódicos y en los debates televisivos; solo en torno a ellos se pelean los políticos. Los pobres y vulnerables, los trabajadores informales, las trabajadoras del hogar, los campesinos y campesinas, las madres de familia ocupadas en el trabajo del hogar no existen en los cálculos, reflexiones y debates de quienes discuten el tema de pensiones en El Salvador. ¿Tiene esta situación algo que ver con los derechos de los salvadoreños o incluso con los Derechos Humanos en general?
Si tuviéramos que fundamentar en la Constitución existente el derecho universal a la pensión universal para los ancianos podríamos recordar los siguientes textos: “El Salvador reconoce a la persona humana como el origen y el fin de la actividad del Estado… en consecuencia es obligación del Estado asegurar a los habitantes de la República el goce de la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social” (Art. 1). “Toda persona tiene derecho a la vida… a la seguridad, al trabajo, a la propiedad y posesión y a ser protegida en la conservación y defensa de los mismos” (Art. 2). “Todas las personas son iguales ante la ley” (Art. 3). “Nadie puede ser obligado a realizar trabajos… sin justa retribución” (Art. 9). “La familia es la base fundamental de la sociedad y tendrá la protección del Estado” (Art. 32). “La ley establecerá los procedimientos para uniformar las condiciones de trabajo en las diferentes actividades económicas” (Art. 39). Los trabajadores agrícolas y domésticos tienen derecho a protección en materia de salarios… seguridad social… y, en general, a las prestaciones sociales” (Art. 45). “La seguridad social constituye un servicio público de carácter obligatorio” (Art. 50). No faltará entre quienes lean este artículo el que diga que en los artículos citados no se menciona directamente el derecho a pensión universal. Pero si todos somos iguales en dignidad e iguales ante la ley, no tiene sentido que nos separen entre pensionados y no pensionados, entre educados con calidad o excluidos de la educación o incluidos en una educación claramente deficiente, entre enfermos que van a la red del Ministerio de Salud Pública y enfermos que van al Seguro Social.
En general los artículos que hemos mencionado señalan la universalidad de derechos fundamentales. Si la familia debe tener protección del Estado, es lógico que también la tengan los ancianos de la familia. Si los campesinos y las trabajadoras del hogar tienen derecho en general a las prestaciones sociales ¿cómo es posible que se les excluya del derecho a una jubilación decente? Es cierto que algunos de los derechos señalados en la Constitución añaden que la ley secundaria los concretará. Pero lo que es incalificable, como trampa constitucional, es que la ley secundaria niegue la línea clara de la Constitución a establecer derechos económicos y sociales universales y de igual calidad. ¿Es mala nuestra Constitución? En absoluto. Tal vez insuficiente a la hora de señalar con claridad algunos derechos fundamentales. Lo malo, más bien pésimo, ha sido la incapacidad del liderazgo económico y político salvadoreño a la hora de responder con fidelidad a la vocación universalista de nuestra Constitución.
Los Derechos Humanos, a partir del preámbulo, establecen “el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Las separaciones de derechos no deben tener lugar (25% sí, 75% no). El mismo preámbulo insiste en el reconocimiento y aplicación universal y efectivo de los derechos consagrados en la Declaración firmada por todos los países que pertenecemos a la ONU. En ella se insiste en que toda persona tiene derecho “a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia” (Art. 25). A partir de este artículo la OIT ha desarrollado toda una serie de convenios, algunos de los cuales no hemos ratificado. También somos signatarios del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en cuyo artículo 9 se establece el derecho de toda persona a la seguridad social e incluso, en concreto, al seguro social. Pero una cosa parece ser lo que se firma, y otra el modo de caminar concreto de nuestro país respecto a derechos que reconocemos como universales.
Esta situación de marcada desigualdad en una buena cantidad de derechos fundamentales debe cambiar. Unos derechos, como el educativo, están marcados por la exclusión de muchos en algunas etapas y la desigualdad en calidad. El derecho a la salud se brinda también, a nivel público, con un marcado sesgo de desigualdad en la calidad de los servicios. En las pensiones, aparte de la profunda desigualdad entre las mismas, la exclusión es lo que domina. Y con el agravante de haber cargado el sistema de pensiones con una serie de megapensiones mientras la mayoría en edad pensionable está totalmente excluida del sistema. Probablemente los cambios inclusivos tendrán que ser parte de un proceso que llevará algún tiempo. Pero lo que resulta intolerable es la exclusión absoluta de la mayoría de los ancianos en el sistema de pensiones y la tranquilidad con que dejamos al margen del derecho a una ancianidad digna a un enorme número de ancianos salvadoreños. Introducir en el debate a los excluidos, empobrecidos y olvidados, mayoría ciudadana muchas veces, es deber de humanidad y de coherencia con nuestras propias leyes.