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Pequeña elegía para mamá María

En memoria a María Inés Vásquez de Flores

De origen humilde:

creció entre flores silvestres

nubes fugitivas, bruma de volcán

y riachuelos de aguas cristalinas.

Laboraba desde pequeña

en la siembra de hortalizas

y muy temprano formó su carácter

causándole daño la injusticia.

Un día lloró al ver el castigo injusto

impuesto a su hermano más pequeño

por un noviazgo inexistente.

¡Apenas tenía diez primaveras!

Aquello riñó con su conciencia:

hizo maletas para emprender un viaje

-sin conocer- hacia la capital.

Trabajaba duro

desde el alba hasta el ocaso

y su forma de ser

ganó el cariño de sus patrones…

Una tarde de mayo

-tras largos años de ausencia-

volvió a la casa paterna,

ese día quisieron obligarle

a trabajar la tierra,

entonces, con mucho amor,

respondió a su padre

que su vida estaba hecha

regresando donde sus patrones

a quienes había empeñado su palabra de volver…

Mientras trabajaba con el doctor Judice Larín

-hablamos de la década del sesenta-

conoció a quien sería su futuro esposo:

Juan Antonio Flores Lacayo,

nicaragüense de pura cepa

y salvadoreño de corazón,

artesano y ebanista

forjador de nuevos sueños.

Con las ilusiones puestas en el Creador

formó hogar procreando tres capullos y un colibrí;

¡ejemplos vivos de honradez y pujanza!

Pasó el tiempo

y Dios quiso darle una casa linda y espaciosa.

El río seguía su curso,

los capullos se hicieron mariposas

y el colibrí comenzó también a volar

llenándose aquel hogar de mucha alegría,

tristezas y lágrimas…

más mamá María

nunca dejó de trabajar

-porque el pan es sagrado- le oí decir un día.

Los días pasaron con sus indulgencias

consolidándose el hogar,

aunque tuvo que soportar calamidades,

pobrezas y otras prebendas;

se sumaron tormentas, guerras y terremotos,

sin embargo siguió firme como un roble

como Dios en sus oraciones se lo pidiera.

María Inés Vásquez de Flores

era el nombre con el que se presentaba

ante conocidos y extraños,

y pese a la poca educación,

junto a su esposo

sacaron adelante a sus retoños:

los dos menores le sacaron canas verdes

los otros, para usted, eran paz en medio de la tormenta:

-Eso es, esto me dio Dios y debo echarle ganas- decía

y pese a los vaivenes de la vida

supo guiarlos por la senda del bien y el temor a Dios…

Los cuatro hijos crecieron

los mirtos, el limonero y el zapote dieron sus frutos;

la flor de izote llenó la mesa durante varios inviernos.

Un mes de enero de 2011

me acerqué por primera vez a su casa

de la cual ya no me pude ir

quizá por esa magia que en su interior emanaba.

Cuatro años bastaron para amarle sin barreras

pues narraba su vida con la humildad

que le caracterizaba:

¡sin poses ni artificios!

-¡el día era corto para escucharle!-

quizá por hablar de su niñez

sin pizca de remordimiento.

La vasija se llenaba de mucho amor

y usted –como Mamá Coraje-

mostró ante los suyos

un carácter fuerte

aunque hubiesen malos tiempos.

El verano llegó con su mansedumbre

pero también aparecería la primera cosecha

con que se prolongaba la sangre de los Flores:

le pusieron Leslie Mireya

y la alegría reinó en los vastos corredores de la casa;

la chiquilla botaba retratos y sacaba lágrimas

pero también llenaba de alegría;

¡se remiraba en su nieta, hija de Nancy!

-la más tremenda, pero de un corazón inmenso-

La alegría presagiaba continuar

con la expansión de la sangre

en brazos de Amanda Estela -su hija mayor-

sin que se realizara el milagro más divino.

Once años pasarían antes de la llegada de Marcela

-hija de Susy-, inquieta cual cervatillo

quien también hizo sus travesuras

hasta llegar llorando ante la abuela

pidiéndole perdón, al manifestarle:

¡Ay, yo no sé que tengo en las manos

que todo lo destruyo, y ella

-amorosa, como era, sólo respondió:

¡No te preocupes, hija…!

La vida seguiría su rumbo

y siete años después

nacería Valentina, hija de Nancy,

-un catorce de febrero de dos mil doce-

cuyo cilindraje traía

tres chips incorporados y una vasta alegría,

no hablaba, pero un mes de noviembre del mismo año

cayó un mango sobre el techo de la casa

haciendo un estruendoso ruido

dada la quietud que reinaba en aquella casa espaciosa

cuyas palabras dichas por Valentina, fueron:

“¡A la gran pamputa, cayó mango!”

arrancándoles lágrimas y risas a los abuelos.

A estas alturas,

los canes Huracán y la Boni

el primero de raza Doberman y la otra “aguacaterri”

habían envejecido y pasado a mejor vida;

sin embargo la alegría no estaba completa

-en el fondo sabía que faltaba el fruto del Colibrí-

oró en silencio a Jehová y éste oyó sus ruegos

porque un mes de mayo de dos mil trece

nacería Fabiola, hija de Horacio:

ese día observé en sus labios una sonrisa,

pues nunca se exaltaba más de la cuenta

y pese a la edad

continuaba yendo al mercado

a ponerle sazón a sus guisos

que atraían a propios y extraños

ya que hasta los gatos lamían sus bigotes

con sólo el aroma desprendido de sus comidas

y así se ganaba el pan de cada día.

¡Setenta y cinco primaveras nos llenaron de alegría,

amor, pujanza, franqueza y humildad!

¡Siete décadas y un quinquenio bordados de blonda

con encajes de terciopelo y arte culinario!

¡Setenta y cinco soles con sus inviernos muy intensos

nos cubrieron de amor las madrugadas!…

El 28 de diciembre de 2014

bajo un gélido amanecer

dijiste adiós a estas tierras terrenales

para fundirte con la aurora

y cantar con los querubines

alabanzas y plegarias al Creador.

Hoy sé de soledad, pero no de tristeza

por haber alguien que nos alegra desde el cielo

y Dios nos da fortaleza para no desmayar

aunque vengan malos tiempos.

Una tarde tomé en mis manos su retrato

y el dolor se partió entre mis brazos

gruesas gotas de rocío cayeron por mis mejillas

al instante me transporté hasta el sofá o la hamaca

donde solía descansar de sus duras jornadas;

recordé cuando extendía sus brazos delgados

para estrecharme junto a su cuerpo,

evoqué los días en que me remiraba en usted

pues con el rostro enjuto y lleno de vida

adivinaba cuando algo me ocurría

prodigándome de sabios consejos:

-“No se preocupe por nada hijo,

ya le va a pasar”- me decía

y con eso calmaba mis inquietudes.

¡Ay Dios mío, calma mis lágrimas, te lo ruego!

Quince días han pasado desde que contemplé su féretro

más prefiero recordarle en el mercado o en la cocina

o en aquellos paseos por la playa de Conchalío

llenos de alegría y sensatez

preparando sus guisos con el sazón

que sólo usted sabía darle,

porque para mí no ha partido

se ha quedado alojada dentro de mi corazón,

descanse en paz Mimía

y que Dios la guarde en su seno…

Luis Antonio Chávez

Martes 13 de enero de 2015

Categories: Suplemento Tres Mil | 3000
Tags: Poesía
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