Santiago Jerez Mustelier
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Mientras enero dice adiós, las noches son más frías y húmedas. Es 27, poco después de las 10:00 p.m., y el calor de un mar de pueblo inunda la colina universitaria. La Habana «anda a pasos de luz». Una muchedumbre refulgente la ilumina como los astros. De entre la humareda y el fuego de las antorchas renace Martí. También Fidel en Cuba.
El sentir de un país palpita en su Escalinata. El Alma Máter se alza serena y contemplativa ante tanta algarabía que colma el espacio. Risas, pulóveres de devoción al Apóstol y al Che, gente que sube y baja, pequeños en los hombros de sus padres, carteles que enarbolan sentimientos, selfies, banderas en los balcones, muchachos que se grafitean el rostro, flashes, gritos de alegría, chiflidos… besos y abrazos, se pueden apreciar en todos los extremos.
La banda sonora que retumba en nuestros oídos nos devuelve a Silvio, Buena Fe, Moncada… Las arengas se perciben fervientes, cercanas. Luego del homenaje a uno de los más esforzados y auténticos revolucionarios, Mella, y de escuchar las palabras que encabezan la conmemoración, la juventud reunida desciende los peldaños para reafirmar la razón, la virtud, la libertad, la justicia y el decoro martiano; como hicieron aquellos que no lo dejaron morir en el año que debía estar más vivo.
Al caminar entre mis coterráneos, me vienen a la mente los protagonistas de la primera marcha, en 1953. Pienso en su arrojo y osadía, y en la genialidad de edificar un rito, que ha pervivido como expresión de soberanía y solidaridad. Recuerdo que marcharon en un período oscuro para la nación, que las llamas de sus latas con clavos representaron una protesta y una advertencia al régimen opresor de no tergiversar a Martí, quien solo pertenece a los cubanos con pundonor patrio.
A nuestro paso nada es penumbra, la gente en las aceras no se queda inmóvil, saludan y filman con sus celulares los detalles; en las filas algunos transitan aprisa, corren y se apisonan los zapatos; y están los que se detienen para inmortalizar su experiencia con fotos. Se corean consignas que devienen certezas: «¡Para que esta Revolución se acabe, tiene que morir un pueblo entero!».
Hay quien marcha sabedor del camino, pero hay quien aun no conociéndolo cabalmente lo impulsan, y tiran de él «los anhelos, de posibles maravillas». Ir a este recorrido para muchos es posiblemente redescubrir al Maestro, conectarse con el proceso revolucionario, «hacer» política; pero del mismo modo encontrarse con amigos, vecinos, profes, con el socio de la CUJAE o con la ingeniera encantadora de la UCI; es hallar, esa noche, a La Habana, aunque sea la ciudad cosmopolita de aquí, más chica.
En la punta inicial de la marcha todavía nos acompañan miembros de aquella generación precursora, los que al decir de nuestro Héroe Nacional «son hombres que se han de hacer de luz y darla». Y es inevitable no traer a la memoria a Fidel, quien con su uniforme verde olivo y su energía indetenible departió con la Federación Estudiantil Universitaria en estas marchas, de las que hoy es, junto a Martí, santo y seña.
Bajar la mítica calle San Lázaro, otrora explanada del clamor repartido de los universitarios por su pueblo, ir hacia Espada, llegar a 27 y Hospital y terminar en la Fragua Martiana, se convirtió desde hace casi trece lustros en uno de los acontecimientos de mayor hondura.
Durante estos años hemos elevado las antorchas para renovar nuestro deber y la «extraordinaria grandeza del corazón cubano», para demandar el regreso de los Cinco, denunciar las hostilidades de un imperio empecinado y atravesado, rechazar los agravios a bustos martianos, respaldar con un sí aplastante la nueva Constitución, y ayudar a quienes un tornado les arrebató lo suyo.
Son esos los recuerdos que guardo desde que comencé a descubrir con mis compañeros una Marcha de las Antorchas. Ahora una pandemia nos impone desfilar desde la remembranza. Y lo hago, porque los universitarios han sustituido antorchas por guantes, nasobucos, escafandras… y están iluminando donde hace falta.
Por eso hoy, poco después de las diez de la noche, aplaudiré desde el balcón con la bandera cubana, y la linterna del teléfono será recordatorio de que no hay 27 de enero inmutable, frío, para un país que es todo Martí.