José M. Tojeira
Cada vez se ve con mayor evidencia la relación entre violación de Derechos Humanos y persecución a la Iglesia católica, así como a otras iglesias según tiempos y lugares. Pero en Centroamérica la correlación es evidente: hay proporción directa entre mayores violaciones a derechos y mayor persecución a la Iglesia que los denuncia. Denunciar la injusticia es una especie de sacrilegio contra los nuevos autoritarismos convertidos en una especie de ídolos armados que exigen obediencia ciega. Y en este terreno de las nuevas idolatrías políticas quien se lleva el primer lugar en la persecución centroamericana es la bina dictatorial nicaragüense.
Que algunos sacerdotes hayan recibido en sus parroquias, como lugar de refugio, a manifestantes contra la dictadura que huían de la represión a su manifestación pacífica, ha resultado para el dúo Ortega-Murillo una especie de delito imperdonable. Un obispo expulsado del país y privado de la nacionalidad, otro encarcelado y mal tratado, muchos sacerdotes amenazados, presos, exiliados y desnacionalizados, muestran a un régimen incapaz de soportar una crítica serena y pacífica, ebrio de poder y creyendo que con castigos crueles e injustos solucionan los problemas. Y eso solo hablando de miembros de la Iglesia y de la violación sistemática del derecho a la libertad de religión y expresión. Porque el número de los perseguidos y amenazados social y políticamente es casi incontable.
Si en Nicaragua hay un gobierno al que se le puede catalogar como dictatorial, en Guatemala la situación es grave también. El hartazgo social contra la clase política tradicional, tan plegada a intereses económicos extractivistas y conservadores, ha llevado a buscar candidaturas alternativas. El triunfo electoral inesperado de Bernardo Arévalo, impensable hace dos o tres años, muestra la voluntad popular de cambio en el modo de gobernar. Pero esa especie de mafia en la que se mezclan poderes económicos, militares y políticos turbios, se empeña en dificultar el acceso al poder del vencedor en las últimas elecciones.
Los apoyos al estado de derecho del cardenal Ramazzini y sus denuncias de las injusticias generaron ya quejas gubernamentales ante el Vaticano y amenazas de emprender un juicio e incluso encarcelamiento contra este líder de la Iglesia católica, de clara voz profética desde hace años. En El salvador no han faltado discursos y mensajes de odio contra el cardenal Rosa Chávez y otros sacerdotes que han denunciado abusos en el campo de los derechos humanos. Honduras, caracterizada por una mayor tradición de libertad de expresión, también ha tenido expresiones de odio contra miembros de la Iglesia críticos frente la pobreza injusta que sufren las mayorías populares. Y especialmente se ha ensañado con aquellos que desde su conciencia cristiana reivindican los derechos de los desfavorecidos.
Curiosamente se persigue a una Iglesia que sistemáticamente en todos los momentos de emergencia, así como en la vida diaria, ha estado cerca de los que sufre. Continuamente la Iglesia ha permanecido consiguiendo recursos, tanto materiales como humanos, creando conciencia, impulsando emprendimientos y defendiendo derechos. Esa cercanía con los pobres y vulnerables, que continúan siendo mayoría en nuestro pueblos, es lo que despierta esa mezcla de temor y odio que caracteriza a los perseguidores Y es también lo que les lleva a reprimir, perseguir y encarcelar tanto a laicos como a miembros del clero.
Les gustaría una Iglesia preocupada exclusivamente por el más allá y por la administración rutinaria de los sacramentos, sin mencionar para nada las exigencias éticas y morales del Evangelio. Al final, persiguiendo a la Iglesia, los dictadores y los autoritarios no se dan cuenta de que trabajan en favor de su descrédito y de su fracaso. Aunque en el choque frontal el poder armado puede vencer y aplastar a la conciencia desarmada, la conciencia es una fuerza que en el largo plazo termina destruyendo la prepotencia del poder y desenmascarando su corrupción. Porque al final, quienes llaman bien al mal y mal al bien acaban enredándose en sus propias contradicciones. Y su farsa termina siempre en una locura que ni sus propios adeptos resisten. Las Iglesias, en cambio, saben reconocer sus errores desde el Evangelio del amor, la justicia y la paz y optar por el bien de los demás. Al revés de las dictaduras, están hechas para durar mucho más que la ebriedad soberbia del poder.
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