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Pesadillas

Gabriel Otero

De niño soñaba estar en la playa jugando con la arena, construía grandes castillos con torres y fosos, la felicidad se perdía en el horizonte marino. Me sentía pequeño, lo era. De la nada brotaba una ola verde de treinta metros, tan inmensa que su cresta llegaba al cielo y la mar oscurecía hasta ennegrecerse, la cortina de agua me tragaba sin reventar y hacer espuma, yo intentaba nadar y entre gritos despertaba, era mi pesadilla recurrente.

Narran las vivencias del anecdotario familiar, que de infante estuve a punto de extinguirme a causa de meningitis, tan grave estaba que me bautizaron in extremis, era yo un recién nacido y el cura Gonzalo de la Parroquia de la Santa Cruz me rociaba la mollera con agua bendita, siendo mi madrina la señora Sara Meardi de Pinto y mi padrino Jorge Pinto hijo.

Tenía ganas de vivir y a los días mejoré. Dicen que las pesadillas y mi torpeza motriz fueron secuelas de la enfermedad, en cambio se me desarrolló la memoria y un poderoso sentido de la abstracción. Así son y así fueron los sucesos. Me cuesta muchísimo trabajo la actividad manual y mecánica y la percepción espacial no es uno de mis fuertes.

El doctor G. A., mi pediatra, cuyo consultorio se ubicaba en el edificio de Clínicas Médicas, sobre la 25 avenida norte, me recetaba Valium 10 cuando lo onírico extendía sus territorios para invadir mi mente y cuerpo,  los cuadros clínicos de fiebres altas me descontrolaban hasta llegar al delirio y las alucinaciones.

Pero tenía otras pesadillas en el repertorio, soñaba cosas terroríficas como encontrar cabezas parlantes en cajas de cartón, a las que sujetaba del cabello, una en cada mano y sus cuerpos me perseguían en campos rojos hasta darme alcance, ahí me despertaba agitado y bañado en sudor con el tacto de la muerte en el pulso.

De niño, también, soñaba con hospitales adonde los ancianos andaban desnudos y habían perdido toda esperanza de vida y así como había seres gentiles y bondadosos, existían seres perversos e insanos, viejos malolientes carentes de ternura, con orejas grandes y miradas malditas, yo recorría laberintos de pabellones blancos en la búsqueda de quién sabe qué, y nunca faltaba el vetusto malhumorado que se aferrara de mi brazo para que yo lo llevara de lazarillo a los nueve círculos del infierno.

 

Viví mi última pesadilla en la adolescencia, cuando caminé dormido alrededor de la cama y lloraba desesperado porque me había extraviado en parajes oscuros que no tenían salida, después supe que estaba en el interior de mi conciencia.

Y los malos sueños siendo adulto son de otra forma, también he sentido a los muertos en el pecho y que caigo en los abismos, pero ahí está la mano de ella acariciándome la frente cuando escucha mis quejidos.

Su amor es un ancla para no irse nunca de este mundo, ni siquiera en pesadillas, por eso siempre regreso.

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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.

Ilustración del autor de Jonathan Juárez.

Ilustraciones de Gabriel Cruz Zamudio

 

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