Mauricio Vallejo Márquez,
Escritor y coordinador suplemento 3000
Tenía los pies sucios, tanto que se le dificultaba caminar en la habitación. Era la primera vez que ponía un pie directamente en el suelo. Siempre llevaba puestos sus zapatos o por lo menos sus calcetines, sin embargo esa noche tuvo que andar así, como si nunca hubiera usado zapatos.
Había visitado la casa de un amigo que vivía cerca de un bosque. Lo convidaban a todo. A un café, a gallina, a atole, a platanos. Pasadas unas horas el anfitrión lo invitó a dar una ronda por el bosque, y así hicieron.
-Vaya que árboles tan grandes, no dejan ver el sol –dijo el visitante.
-Sí, pero eso no es nada, más profundo hay árboles inmensos con formas curiosas. Ya vas a ver que te van a gustar –contestó el anfitrión.
Siguieron caminando por el bosque hasta que este se fue haciendo cada vez más espeso. Sólo se escuchaban grillos y el ligero crujido de las hojas secas. El sol ya no dejaba ningún vestigio, parecía no existir.
-¡Hombre, qué oscuro se ha puesto! –dijo el visitante.
-Todavía falta –contestó el anfitrión.
-¡Yo ya no sigo! Esto está bien espeso –murmuró el visitante.
-Bueno, el único problema es que ya no podés regresar. Ahora somos parte del bosque.
El visitante guardó silencio y apenas hizo ruido mientras trataba de zafarse de algo que lo había pegado en el suelo. Con toda la fuerza que pudo se quitó los zapatos y corrió hacía donde recordaba que estaba el camino, corrió con todas sus fuerzas hasta que logró llegar a la luz. Allí encontró una casa parecida a la de su amigo, entró y después de sentarse se limpió los pies y vio a su alrededor. Habían miles de personas que lo miraban con atención. Entonces uno de ellos, el más anciano, dijo: «Ya ven lo que pasa cuando uno no quiere unirse con la naturaleza».
El visitante no volvió a moverse. Las personas siguieron caminando.