René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
Estudiar la casi eterna y compleja pandemia del Coronavirus desde la perspectiva sociológica es hacer un recuento exhaustivo de los daños directos (infectados, muertos, mayor deuda pública, sistema de salud colapsado, cultura vulnerada), sin olvidar los daños indirectos, es decir, todas las esquirlas que se incrustan en el perímetro de los cuerpos afectados por el virus, las cuales complican tanto los cuadros clínicos de los pacientes que están poseídos por el deseo de cambiar de cama como los contextos socioculturales y económicos de estos. Esas mil y un esquirlas son las pandemias que, por costumbre, se niegan a abandonar nuestra comunidad patria, y dentro de ellas están: la anemia; las enfermedades gastrointestinales y respiratorias crónicas; el dengue; la fiebre tifoidea; la chikungunya; la deficiencia renal; la diabetes por falta de azúcar; el cáncer en todas sus variantes; la evasión fiscal de los grandes contribuyentes; la corrupción; la pobreza; la impunidad; la violencia criminal. En ese sentido, para comprender la actual pandemia hay que meterla en el territorio nacional y decodificar su evolución letal como “plaga maris”, o sea comprender la territorialidad en la que deambula el virus en un tenebroso mar de otras pestes que navegan junto a él, y cuyo oleaje va mucho más allá del conteo de muertos y contagios.
Y es que en la territorialidad salvadoreña -signada por un sistema de salud pública exiguo y deteriorado- el “plaga maris” se agitó mucho más ya que, por un lado, la saturación de pacientes enfermos de Coronavirus provocó que se cancelaran o postergaran las consultas por enfermedades “normales”, así como los controles médicos rutinarios y los tratamientos ya iniciados o que deberían haberse iniciado; y, por otro lado, la desigualdad social (la madre de todas las pandemias) junto a las nuevas formas de exclusión social complicaron más el contexto pandémico y profundizaron los efectos negativos en los sectores más vulnerables o agudizaron los dolorosos síntomas de cada enfermedad por separado. A lo anterior hay que agregar que la única medida certera para frenar el contagio (la cuarentena) dañó seriamente a los sectores populares que viven de las calles y entre ellos puso en vigencia el dicho popular: “tras corneado, apaleado”.
Siete meses después de haber iniciado esta obra de teatro demencial (que, por sus efectos, está ambientada en el siglo XIV) que parece salida de las plumas de Camus, Poe, Defoe, García Márquez y Boccaccio, vemos que tiene como actores principales al capitalismo digital, al contador de muertos y contagiados y a las cuarentenas fieras para bajarle los ánimos a un virus tan sospechoso. Siete meses después empezamos a ver que las medidas para frenar o disminuir la propagación del coronavirus se han ido endureciendo o flexibilizando en varios países según el aumento o disminución del ritmo de contagios. En algunos países europeos que viven rebrotes, pongamos por caso, se están limitando de nuevo las actividades económicas y sociales y se han decretado innovadas cuarentenas al día siguiente de registrar números record de contagiados. Ese debe ser el espejo trizado de los países de América Latina para que, de forma anticipada, se reconozca que en muchas ocasiones –por desesperación, casi siempre- pensamos que estamos al final de algo, cuando en verdad estamos al comienzo de otra cosa debido a que la vida no se detiene en sí misma y hay que estar preparados para ello, pues, como dijo García Márquez, “la vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir”.
Navegando a la deriva entre el ensayo y error y entre rebrotes y re-cuarentenas que nos hacen sentir que la inteligencia humana no es más grande que el salón de baile de los virus más diminutos, hemos llegado a comprender, por las malas, que las medidas tomadas para combatir y vencer la pandemia del Coronavirus carecen –per se- de una rigurosa visión multidisciplinaria, pues la mayoría de ellas abordan el problema sólo desde la inocua perspectiva biomédica, dejando de lado a las ciencias sociales e ignorando las intencionalidades políticas que están presentes tanto en las acciones de atención oportuna a la población como en aquellas que pretenden generar un caos social para obtener réditos electorales. Si revisamos en detalle las medidas sanitarias tomadas en casi todo el mundo, nos daremos cuenta de que, en su inmensa mayoría, han privilegiado las acciones biomédicas inmediatas para cortar de tajo las vías de transmisión viral y aislar al vector (el ser humano), para tratar de frenar y controlar la propagación masiva del patógeno. Sin embargo, si estamos navegando en un “plaga maris” que incluye lo sociocultural y lo político (además de las otras pandemias estructurales de los pueblos) la oscura y sinuosa crónica del coronavirus se presenta como harto compleja porque las determinaciones de clase social pesan más que las infecciosas debido a la insondable desigualdad social cuya existencia ha quedado en evidencia aunque se esconda tras las mascarillas.
No hace falta volver a leer al Marx de la Comuna de Paris; o decodificar al Gramsci de la cárcel; o consultar de rodillas al Oráculo de Delfos para comprender que esas determinaciones de clase social potencian, al máximo, el impacto negativo de cualquier peste y de cualquier enfermedad “normal” en condiciones de pobreza porque navegan juntas y, por ello, es que planteo que el Coronavirus no es una pandemia en tanto tal, sino que es una pandemia que nos revela o visibiliza que vivimos en la leve y patética territorialidad de múltiples pandemias (naturales, sociales, culturales y políticas) que juntas navegan a la deriva por las comunidades, razón por la cual hay que analizar la situación actual como un “plaga maris” en el que la interacción de dos o diez o veinte pestes juntas causan un daño mucho mayor que la simple suma de ellas, en tanto generan un contexto pandémico tan sui generis como permanente. Esa última afirmación está inspirada en la tesis de Durkheim sobre el comportamiento social que afirma que, en sociedad, el comportamiento colectivo mostrado no es la simple suma de los comportamientos individuales.
Por supuesto que esa denominación que hago no es un simple juego de palabras escritas en latín (por aquello de lo viejas que son las pestes nuevas) sino que es una propuesta sociológica pública de que abordemos la crisis sanitaria que estamos sufriendo como algo sui generis y desde un constructo teórico global que nos permita volver a inventar la rueda de las soluciones que tienen como eje el amplio bienestar de las poblaciones.