Página de inicio » Suplemento Tres Mil | 3000 » Poemas de jorge galán

Poemas de jorge galán

Habitante

Desolación es mi nombre y el nombre

de lo que me rodea.
Al inicio de la calle, casas abandonadas.

Puertas arrancadas de un tajo por el viento del norte.
Patios donde solo la nieve ha caminado durante años.

Huellas de escarcha sobre las tejas rotas.
Faroles rotos, tierra rota, tazas, palanganas,
cornisas, columnas, todo quebrado.

Y ese olor que no es tierra, que no es la decadencia

ni la muerte, sino ese hálito que emana

de lo que ha sido maldecido.
Plata cubierta de polvo

como un hermoso rostro amortajado.
Figuras de animales en las paredes.
Orificios de bala donde la serpiente

ha penetrado la oscuridad.
Un eco, voces, susurros casi oceánicos
en la madrugada, una mancha en el aire, el peso
de lo que debió ser liviano y volátil

pero ha adquirido corporeidad.
Desolación es el nombre de lo que me rodea.
Desolación es mi propio nombre santo.
La lluvia no abandona los campos muertos.
He venido hasta aquí para saber

que el viento tampoco abandona
el mármol negro de las tumbas, los labios negros
de los que desaparecieron a la intemperie, arrastrados
hasta las ciudades vecinas y el mar
como ecos que se alargan por un tiempo imposible.
Camino sobre la tierra muerta, entre mudas de pitón
y gusanos rojos, sobre el fango aún húmedo,
sin avanzar, sin distinguir el oriente del poniente,
silbando como si nada fuese importante,
llenando mi boca con hambre antigua y antiguas palabras,
sin estirar la mano pero tocándolo todo,
volviendo a nombrar lo que alguna vez tuvo un nombre.

Desolación se llama eso que me rodea. Desolación, aquellos

con quienes me baño en un estanque
donde no logro observar el fondo.
Lo que habita en la oscuridad de las aguas
son los residuos de la cena de un animal gigantesco.
Podría gritar y no huiría el ratón blanco ni el búho

cuya garra es escarcha.
Podría golpear un tambor y no se encendería una estufa
ni se escucharía un resoplido de alivio.
Podría decir una oración y una campana no sonaría.
La soledad no tiene fundamento, estoy conmigo,
es la última hora del día,

y soy todos los seres de la tierra.
 

 

 

La madre             

 

Tráeme un suvenir, dijo

Y yo le dije, Sí.

 

No pude hablarle de lo que sucedía,

no pude mentirle otra vez,

decirle: volveré en tres semanas,

en un mes, en unos cuantos días.

Y todo es bueno.

Y todo es increíblemente luminoso.

 

Tráeme algo del mar, dijo

Y yo le dije Siempre.

 

Ya no pude contarle

que no estaba en la costa,

que nada había para mí

entre las hermosas bañistas,

que me hallaba rodeado

de montañas nevadas

pero que nada era inmenso,

 

que la mancha amarilla

que sobre las colinas

avanzaba al amanecer

era apenas un rastro de venados

asesinados por el frío,

 

que lo ríos solo podían alejarse,

que la belleza se había extinguido

para todos nosotros,

para ella también,

 

y que era diciembre

pero en los vasos ya no quedaba nada

que se pudiera beberse,

nada que no fuera semejante

a la textura del fango

donde los peces

mueren por el aire.

 

Tráeme a mi hijo, dijo.

Tráeme a mi hijo, dijo otra vez.

Y volvió a decirlo.

Y otra vez, hasta que el mundo fue su voz

y el pasado se volvió su silueta

y cientos de tormentas de nieve

me cerraron la boca.

 


 

Canción de Navidad

 

Árboles de luz a lo largo de las inmaculadas avenidas,

pero todo es sombrío.

 

Dragones dorados en los escaparates,

muñecas de cabellos tan largos que salen al pasillo.

 

Un sonido de cascos de caballos

abriendo grietas en el aire que es un sedimento de lluvia.

Y nieve acumulada en el piso como periódicos viejos.

Y luz. Todo es luz. Pero todo es sombrío.

 

Un hombre que toca una trompeta

me hace pensar en Jericó, en muros de piedra blanca,

en destrucción súbita, en seres diminutos

creciendo a través de sus propios gritos.

 

Este es el año de mi muerte.

El año donde culmino y vuelvo a empezar.

 

Árboles de luz al borde de mi nariz.

No hay aroma de nada. Pinos de plástico. Sillas de metal

y de piedra sobre las enormes inmaculadas avenidas.

 

De luz es la mañana y de enferma luz cínica la noche,

y de luz este instante, y la vida misma,

pero todo es sombrío.

 


 

Mañana de noviembre

Noviembre cuelga de las ventanas,
se estira y se congela. Las nubes grises de nieve
se desploman sobre los techos.
La nieve es blanca como la piel de los conejos desollados.
Las crías del conejo no pueden iluminar

una madriguera. Raíces
transparentes, restos de sombra y de legumbres,
y un olor amargo y salvaje y tan antiguo
como el instinto de salvación.
Noviembre se hunde igual que el pie de una bailarina
en el centro del aire, se suspende, gira,
aúlla, es un anciano, una barba llena de abejas,
una cría de oveja que pasta por las colinas alisadas.
Noviembre es una víspera blanca
inclinada como una chica antes de lanzarse
desde un trampolín en el borde del mar.
Casi acantilado, casi grulla y casi sombra de grulla
sobre los niños que se deslizan por la hierba,
cuando el ocio es una abuela materna llena de leche.
El mundo es frío y no tengo hijos ni mujer ni parientes.
En posesión de nada subsisto.
Mi casa es el deseo.


 

La herencia

 

Han pasado quinientos años y un poco más

y continúas erguido en la neblina.

 

No logras entender el sonido del río

que crece como un niño a los doce años

y se vuelve un hombre tendido sobre la superficie

de las piedras, y se pone de pie

y salta al abismo y cae de pie y sigue y sigue

hasta encontrar el mar, que es una casa siempre.

 

Sé que no comprendes el peso de los enormes árboles

ni ves el brillo de la obsidiana

romper la oscuridad, ni sabes escuchar

la vibración del bisonte por la interminable pradera,

el bisonte cuya pezuña jamás puede romper el color rojo

de las pequeñas insignificantes flores.

 

No comprendes la belleza de lo inexplicable. El ruido

de lo genuino, donde no existe el hombre.

 

Tu lengua no es mi lengua, las palabras

son semejantes, pero no los significados.

 

Te he visto mirarme quinientas veces,

pero mírame una vez más, obsérvame erguido

frente a la claridad del mediodía

y la tormenta de nieve,

no soy un visitante del mundo,

 

soy el mundo,

 

y soy el viento del norte

envilecido al rozar las inclinadas cabezas

de los habitados por la oscuridad y la muerte.

 

No soy tu descendencia. Tu padre

no es mi padre ni tu madre es la hija de mi madre,

pero nada es distinto en la brisa de la tarde para nosotros,

el fuego de la lámpara no es más bello

que el fuego de la fogata,

la bellota no es más hermosa que la concha marina

ni la laguna que una mano llena de fango.

 

Cuando se cuenta el cuento de la creación,

el instante de inicio es el mismo

en cualquiera de las lenguas

que conocemos.

 

En la profundidad de las aguas, no hay un centro posible,

ni un final en el viento, donde todo retorne.

 

He visto palomas de neblina vagar entre tus edificios,

he visto miles de hombres cayendo en una sola tumba,

y flores que nacían sobre ella,

y venados comiendo de esas flores, y lluvia,

y barcos en la lejanía, y luego un páramo

desolado y sombrío, y alguien más, un viejo

o un muchacho, andando de espaldas para siempre.

 

He visto y he callado, por eso ahora

besa mi labio sin amor

y comprende a qué sabe la inmensidad, esa región

donde el horizonte y el abismo

no poseen ninguna diferencia.

 

 

 

El hombre en la tempestad de la tarde

Me han pedido a mi hija.
Me han pedido unos muebles nuevos.
Me han pedido bajar la cabeza y callarme
y bendecir el pan amargo

y el vino en el vaso manchado de musgo.
Me han pedido a mi hija de doce años.
Me han pedido una moneda de plata una vez y cien veces.
Me han pedido entregar el pan,

no partirlo sino entregarlo entero,
pan amargo, una hogaza blanca,

blanda como la barriga del lechón.
Me han pedido no abandonar mi casa a medianoche.
Me han pedido a mi hija de doce años y a la de once.
Voces que vienen en la madrugada y al amanecer.
Rostros ocultos a través de las cicatrices.
Me han advertido que tengo tres días, me han advertido
de una oscuridad más profunda.
La madre mis niñas retrocede a la habitación cerrada.
Evita mirarme. Elige entre una muerte y otra muerte.
No quiere obligarme a descender al polvo.
No quiere bendecir la oscuridad

ni maldecir el ruido del alba.
Sabe que el revés del silencio es la explosión.
No quiere condenarme, aunque sabe que estoy condenado.
Me perdona antes de que llegue la culpa.
Me han pedido a mi hija.
Me han pedido que cierre las siete puertas

de mi casa al amanecer
y las abra con la llegada de la tarde
y entonces diga una oración para alejar a los muertos.
Me han pedido que pisotee las flores de los tejados,
que diga una y dos y tres veces mi nombre,
que recuerde y olvide todo,

que corte mi mano, que me incline
y pida perdón por la luna sobre la oscuridad vertical del pino
y por la suavidad de la lila

y el estanque donde asoma su cabeza la rata
y por el plumaje del búho y el color de la mariposa.
Me han pedido a mi hija de once y a mi hija de doce.
Y el mundo es un sitio yermo, carente de toda salvación,
ignorante de todo destino y toda dicha.
Mi vida retrocede hasta alcanzar el origen de la tormenta.
Mi mano crece sobre el mango del hacha.
Se enraíza, se multiplica como las tumbas en la tierra
bajo lluvias que caen todo el año y años tras año.
Me han pedido vivir entre los desperdicios de la humanidad
y estar tranquilo y esperar

y saludar a los que me observan alejarme.
Me han pedido que orine sobre mi propio rostro y sonría.
Me han asegurado que les pertenezco, yo y los míos,
y que solo la muerte es la dueña del alba.
Que solo la muerte es la madre amorosa.
Que solo la muerte es la madre

y el padre que nos velan mientras dormimos,
mientras soñamos el sueño inusitado

de estos días terribles.

 

 

 

A través de la niebla

Quizá nos engañaste, quizá tu nombre
deja en el aire un rastro como el de los elefantes
cuyas patas son muñones de humo,
una escritura parecida a la huida de las aves
cuando presienten las formas de la nieve
bajando por los acantilados, siluetas suicidas
y ecos que provienen del agua.
Quizá nada era cierto y no ibas a volver
y quizá ni siquiera lo dijiste,
quizá lo imaginé mientras caminaba
bajo la noche de los hombres,
afectado por el ruido del cuello del búho al girar
y el sonido del disparo que cruza la lejanía
tratando de alcanzar su destello.
Quizá los años de la primera juventud me han mentido también
y no existieron ni las casas ni el cerro ni esa iglesia
donde apareciste aturdida por las campanas,
hablando sobre todo lo que he olvidado.
Todas las calles se han inclinado esta mañana.
Es simple. Simple como querer tocar la niebla de 1945
en los vestigios de un muelle derribado en 1945.
El revés de un camino es una casa que no existe.
Miras en mi espalda tu fotografía de los veinte años,
puedes mirarla incluso a través de la niebla.

 

Ver también

Amaneceres de temblores y colores. Fotografía de Rob Escobar. Portada Suplemento Cultural Tres Mil. Sábado,16 noviembre 2024