La casa
Todavía recuerdo la casa. La convoco.
Mi madre le imaginaba sitios a las plantas
y mi padre, desde el umbral,
veía que esos espacios ajenos
despoblados,
se iban llenando de Mahler y de Mozart.
Los olores eran de cañerías.
De una humedad que no era nuestra.
Sólo saldremos de aquí con los pies para adelante,
juró Papá,
mientras en el teléfono hablaban intrusos,
de nombres que no conocíamos,
y mis hermanas, en silencio, ya sospechaban refugios
para el amor.
Sin cuadros, sin libros en el anaquel,
la cama principal estaba estática,
como sin tiempo.
Vimos cómo salían los pretendientes,
arrojaban la puerta y no volvían nunca.
Los vidrios se acostumbraron
a nuestras sombras, los vecinos
a la música extranjera.
La casa terminó por impregnarse de café,
carne digerida; copos de piel
que enmohecían las paredes.
Cuántas veces memorizamos la vista.
Cada calle,
cada ángulo que las rodillas
-en su afán de cielo-
cambiaban para siempre.
Allí quedó el pelo maldito
del cáncer de mi hermana.
Las cenizas del cigarrillo,
las hojas de los primeros poemas.
Las monedas se empobrecieron
en los bolsillos,
y la sonrisa de papá pasó por los guiños
hasta llegar al silencio.
Mamá maldecía,
como si la diferencia en los pómulos
fuera culpa del espejo.
Y mis hermanas, en la cama,
dejaban el lado izquierdo para otro.
Todavía la recuerdo.
Pero hoy la imagino
con los ceniceros limpios
y las luces apagadas.
Suena la música de Mahler, de Mozart;
pero nadie silba después de la pausa.
Quizás miran la vista
poniéndole zapatos a las huellas.
Quizá ahora se acuesten pensando en otros
y tengan pesadillas con los mismos fantasmas.
Pero abrirán la puerta,
y dejaran la casa
en los rincones de otra memoria.
Porque pasa,
y más rápido que las casas
se envejecen las familias.
Al margen
Tarde de sed,
llueve sobre las calles
detrás de lo que escribo
siempre hay lluvia.
La música abre una esfera
donde entran y
salen los fantasmas
que no he visto
cesa la gravedad
bajo sus botas mojadas
y llueve
adentro.
El Carnicero
La materia
“diáspora de estrella”,
es para Don Orlando
kilos
peso tibio entre las manos.
Y el tiempo, del negro al blanco,
le zumba al oído
como moscas en la tarde.
Entre lomos, caderas,
blancos puñados de grasa,
pasan los días de Don Orlando.
Por eso alza las carnes al hombro
sin pensar en los cortejos.
Lee los mensajes de las fibras
sin detenerse en augurios.
No hubo pudor cuando
besó a su hijo entre placentas.
Cuando lo tuvo en los brazos,
y en los ojos del uno y del otro
la misma bruma,
sus manos, sin saberlo,
imitaron la balanza romana.
Las vísceras del hijo se velaron,
al ver la luz por el cuchillo de otros.
Don Orlando no hace conjeturas,
su madre le enseñó que era malo especular.
Y sin embargo
no olvida la bendición
antes de hacer los cortes.
Hay que lavarse bien las manos
sin importar el precio del jabón.
Pájaros barranqueros
Pájaros barranqueros
traen el péndulo del mar
grabado sobre las plumas
que les cubren la cabeza.
Reptiles siguen su vuelo
desde abajo,
con esplendor mortífero,
se disputan los cazadores
su heráldica sexual.
Ellos demoran la nieve
y me visitan
otra mañana,
llevan hasta mi casa
las migajas
de un paraíso clausurado
y esta belleza
que excava.
Interior au violon
Matisse le ha dado luces a un encierro
que no era la alegría de la vida.
El negro abisal de una ventana entreabierta,
el violín en su estuche de oscuridad
incapaz de traducir las gradaciones del océano.
Similar a un sueño, cuesta entender
qué es el arriba o el abajo.
El esplendor de lo sencillo
sobre una superficie en reposo
donde no llega el invierno ni la muerte.
Por un momento podemos sentir
la vecindad de la palmera y las olas
imaginar que el violinista
se ha ido a la playa o a morir
y en el estudio ha quedado
toda la música del mundo.
Se necesita olvidar mucho para pintar de esta manera.
Aprender a mirar los objetos como umbrales
entre el fuego y la semilla
hasta hacer de la luz un niño que se asoma.
Mi padre heredó esta réplica. La imagen lo acompañó
en los mejores años de la vida.
Allí supe que él también quiso huir, antes de nosotros,
perderse en su mar, también que quiso hacer del interior
un espacio propicio para la música.
Miro este cuadro donde un sonido deslumbrante
está a punto de abrirse. Y es otra vez el mar
el que espera por nosotros, mi padre y yo,
es otra vez la música. Como un vacío
que aún en la huida de los cuerpos
hace que triunfe el color sobre la gravedad y los días.
Santiago Espinosa (Bogotá, 1985). Poeta y ensayista. Profesor de la Universidad de los Andes y del Gimnasio Moderno, donde coordina la Escuela de Maestros. Poemas y ensayos suyos han aparecido en diferentes muestras de su país y del exterior. Escribe habitualmente para la Opera de Colombia y para varios medios, y ha sido traducido al italiano, al árabe, al griego y al inglés. En 2015 Valparaíso ediciones publicó en España Escribir en la niebla, compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos. Su libro El movimiento de la tierra ganó el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2016. Recientemente fue publicada en México su antología Luz distinta.
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