Álvaro Rivera Larios
Escritor
Los partidarios menos inteligentes del realismo consideran la literatura como una especie de reflejo de la realidad. Los partidarios menos inteligentes del romanticismo consideran la literatura como un reflejo del “corazón” del creador. A ellos se opone cierta postura simbolista que rehúye la cruda experiencia y considera el lenguaje del poema como una construcción formal de la cual se han purgado las emociones primarias y los contornos evidentes del mundo exterior. El simbolista tiene el sueño de convertir el poema en una pequeña partitura musical.
Hay quien cree ciegamente que la palabra literaria es un calco elaborado de lo real y quien cree que lo que debe hacer la literatura es concentrarse en su propia forma, nurse en su propia melodía, sovaldi a expensas de la realidad. En ambas posturas hay ganancias y pérdidas. Los escritores empeñados en leer el libro de la experiencia han introducido en los últimos doscientos años todo un universo de objetos, figuras y planos de la realidad que habían permanecido ocultos para el formalismo clásico. Flaubert, Baudelaire y Mallarme a partir de la segunda mitad del siglo XIX le recordaron a los amantes del realismo que la literatura también era estilo y que el estilo no era un mero apéndice del sentido y el sentimiento. Ambas posturas en sus extremos doctrinarios se niegan mutuamente, ambas posturas en su adopción inteligente pueden servir de correctivos mutuos.
Podría decirse que la historia de la literatura moderna, la de los últimos ciento y pico de años es una especie de movimiento pendular que lleva del culto a lo real al culto de la forma y del culto a la forma a la reivindicación de la experiencia para la literatura y así y así en una especie de acción y reacción incesantes. Detrás de este baile esta la historia de las sociedades donde se celebra. Nosotros, por ejemplo, por razones de imperativos políticos y literarios nos empachamos de realismo en la década de los 80 del siglo pasado (simplifico, por supuesto). En la década de los 90 se reaccionó y se elevó como una consigna la reivindicación de la forma y el rechazo de ciertos puntos de encuentro convencionales entre la literatura y la experiencia. Los poetas se dedicaron en gran medida a explorar los mares de su interioridad con un lenguaje que confundía lo bello con lo preciosista. Ya hay reacciones en la poesía actual contra ese preciosismo. Ahí está la belleza salpicada de pólvora, flemas y sangre de la lírica de Luis Borja, uno de los escasos poetas trágicos que hay ahora en una sociedad sacudida por la tragedia.
En los años 90 del siglo pasado, en nuestro país era necesario hacer una crítica profunda de la literatura de la década anterior. Lamentablemente, solo se opuso unos tópicos formalistas a unos tópicos realistas, sin que se llevase a cabo un balance complejo de la lírica anterior. Un ejemplo de esa pobreza valorativa lo encontramos en la deficiente evaluación que muchos poetas han hecho de la poética de Roque Dalton. El caso de Dalton tiene mucha importancia porque revela hasta qué punto no se comprendió cuán complejas eran las relaciones entre poesía y experiencia en ciertas zonas de su obra. Esa pobreza de la crítica literaria de nuestros poetas hipoteca sus búsquedas formales en la medida en que inician esas búsquedas a partir de lagunas teóricas, a partir de malas lecturas, a partir de malos entendidos.
El nuevo formalismo de matices posmodernos se asentó sobre bases filosóficas muy endebles y sobre prejuicios ideológicos muy fuertes. Esta brecha, esta laguna, que fundamenta sin lucidez las bellas dicciones y los viajes interiores tornan difícil que la experiencia trágica que ahora vive de nuevo nuestra sociedad permee los versos de una poesía que enfatiza lo interior en desmedro de una lectura creativa de lo externo. Esta es una falsa oposición que ha gobernado a una parte de nuestra lírica en los últimos veinte años. Por un lado, porque la poesía –como Eliot afirmaba– admite máscaras, voces más allá de la primera persona y, por otro lado, porque la lírica moderna lo que hace es agrandar lo real subjetivándolo. La lírica romántica trasciende esta dicotomía, para ella lo subjetivo es real y lo real posee también una dimensión subjetiva, al menos del lado de los seres humanos.
Y esto no supone que lo real conspire contra el estilo, más bien el mundo circundante delata cómo ciertas ideas del estilo pierden el compás a la hora de leer el cambiante e inestable libro de la experiencia. Como se ha perdido el hábito de descifrar la escritura simbólica que subyace en el bosque susurrannte de la realidad, gran parte de lo que ahora nos golpea permanece invisible para la mirada y el lenguaje de ciertos poetas.
Ahora que lo real presiona de nuevo al lenguaje de la poesía conviene advertir que si le abrimos la puerta no cabe hacerlo a costa de olvidar que la lírica tiene sus propias exigencias. La poesía es una forma de decir, es una forma de mirar, es una música que mira y abre la mirada, no es un simple calco de la experiencia. La poesía transforma simbólicamente los datos de los sentidos, no se limita a consignarlos, los abre con su música y nos revela su extrañeza. Un poeta no se adentra en la experiencia para confirmar sus prejuicios, sino que para traernos del oscuro libro de lo real aquello que aún no se ha dicho, aquello que aún no se ha visto.
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