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Política y santidad

José M. Tojeira

Quienes reflexionan seriamente sobre la fe cristiana nunca han olvidado las responsabilidades que dicha fe implica. Un teólogo católico del siglo pasado decía que toda afirmación sobre Dios tiene siempre un significado humano. Y otro, esta vez evangélico, aseguraba que las iglesias que olvidan a sus mártires políticos acaban siempre por caer en la irrelevancia y la falta de sentido. En el caso de Monseñor Romero, ya aceptado formalmente como santo de la Iglesia católica, podemos decir que hablar de él sin reseñar su dimensión humana y política sería no solo traicionar a su propia santidad, sino tratar de convertirlo en un santo irrelevante socialmente. En el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia editado por el Vaticano, se dice en su parte introductoria que si bien la salvación que trae Jesucristo se realiza plenamente en la vida nueva de los justos después de la muerte, nos compromete también en nuestra historia cotidiana “en los ámbitos de la economía y el trabajo, de la técnica y de la comunicación, de la sociedad y de la política, de la comunidad internacional y de las relaciones entre las culturas y los pueblos”. El Evangelio lleva siempre al respeto de la dignidad humana, a la comunión con las personas y a descubrir “las exigencias de la justicia y de la paz”.

Muchos, desde los laicos más sencillos, y con frecuencia más coherentes, hasta clérigos y obispos, le hemos llamado profeta de justicia a Mons. Romero. Esa misma idea, aunque con distintas palabras, fue repetida por las Naciones Unidas cuando decidió designar el 24 de marzo, mencionando explícitamente a nuestro obispo mártir, como el día del derecho de las víctimas a la verdad. La misma Iglesia latinoamericana insistió en la opción preferencial por los pobres, de la que Mons. Romero es un claro ejemplo. Y ahora, con su declaración de santidad, se deja sin lugar a dudas la importancia, al menos eclesialmente, de esta dimensión sociopolítica de una fe cristiana que exige estar al lado de las víctimas de la historia e incidir en la misma para cambiar cualquier tipo de dirección que lleve a mantener a la gente en la pobreza, en la explotación o en cualquier forma de injusticia.

Frente a cualquier posición que quiera matizar la dimensión política de Mons. Romero y sustituirla por frases bonitas y suaves, la responsabilidad cristiana exige lo contrario. En un país como el nuestro, donde la injusticia social, la violencia y la desigualdad tienen efectos profundamente destructores de la dignidad humana, la figura de Romero y de su santidad debe elevarse como una barrera frente a la injusticia y como un estímulo en el trabajo y la solidaridad con las causas de los pobres. El acceso al agua y el saneamiento, el salario decente, la defensa de la vida, del pobre y de la justicia, tanto social como jurídica, son hoy caminos de esta responsabilidad cristiana que necesita salvar en el mundo para poder acceder a la salvación más allá de esta vida. Romero hoy sigue diciendo no a la violencia, continúa exigiendo al Estado justicia para los pobres y advirtiendo a los ricos que si no venden los anillos de oro de sus dedos para compartir sus riquezas con los pobres puede llegar el día en que se los arranquen.

No puede haber santidad si al mismo tiempo no se busca construir un mundo fraterno y solidario. Los modos de construir ese mundo nuevo, sin injusticias ni abuso o explotación, pueden ser muy diversos. Pero necesitamos profetas que nos digan que ese proceso de construcción de paz con justicia no puede ser realizado a cuenta gotas. El autoritarismo del poder o la riqueza insolidaria no llevan nunca a la construcción de la “polis”. El lujo, cuando un hermano pasa hambre o pasa necesidades graves en la vecindad, es un insulto a la fraternidad y un camino hacia la condenación tanto en la otra vida como en esta. La profecía de Romero, de Rutilio, de las monjas norteamericanas y de tantos otros y otras que dieron su vida sirviendo y amando a los pobres son un ejemplo para todos y una exigencia cristiana de buscar siempre una santidad que quiera construir una ciudad -polis- solidaria. En otras palabras, una exigencia de buscar una santidad con dimensión política.

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