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POR EL MAR DE ORO GONGORINO

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Para septiembre de 1927 se reúnen en el Ateneo de Sevilla, España, un grupo significativo de jóvenes poetas, que serán conocidos en la tradición literaria como la “generación del 27”. Se dan cita con un significativo propósito: conmemorar el tercer centenario del fallecimiento de uno de los más grandes poetas del Siglo de Oro, don Luis de Góngora y Argote (1561-1627) a quien los noveles escritores de aquel entonces, le rinden un sentido homenaje. Homenaje que es al mismo tiempo, señal de renovación y continuidad en la historia literaria de España.

Un aspecto sobresale en esta colectiva conmemoración, más allá de las características que han llevado a los estudiosos a encontrar en ellos los signos inequívocos de una generación, los une el reconocimiento y la admiración por la suprema integridad y solidez poética que supone la obra de Góngora, sobre todo, por su depurada técnica, su perfección formal, donde se impone, sobre cualquier otra realidad, como sucede en la gran poesía, el protagonismo absoluto de la imagen y la metáfora, como elementos dadores, constructores de un mundo que no puede expresarse de otra manera, que existe por sí mismo. Es el universo increado, autónomo del lenguaje literario, poético.

El Góngora clasificado por los tratadistas como “barroco culterano”, ahora es redescubierto, reivindicado por esta excepcional generación de autores, cuyo núcleo, acaso más representativo, lo representan las voces de: Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Emilio Prados, Rafael Alberti, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre.

Ese Góngora estudioso, erudito, que se movió con bastante antojo, particularidad, entre los corredores clericales como racionero y diplomático; y por los laxos callejones de lo mundano. El Góngora de la orfebrería idiomática de “Soledades”, de la erótica y magistral “Fábula de Polifemo y Galatea”; y de sus maravillosos romances, letrillas, sonetos y canciones. El sublime y el satírico. El extremado enemigo de Quevedo, el despreciador de Lope de Vega. El poeta.

La tristeza del abandono, la desolación de la amada, quien se queda transida de amor a la espera del que no volvió, se expresa en estos versos, donde hay una madre que consuela a su desventurada hija. Veamos el romance (fragmento), noble pieza de la lírica amatoria del genial cordobés: “Dícele su madre/´Hija, por mi amor, / que se acabe el llanto,/ o me acabe yo.’/ Ella le responde:/’No podrá ser, no;/ las causas son muchas,/los ojos son dos./ Satisfagan, madre,/tanta sinrazón,/ y lágrimas lloren,/ en esta ocasión,/tantas como dellos/ un tiempo tiró/ flechas amorosas/ el arquero Dios./ Ya no canto, madre,/ y si canto yo,/ muy tristes endechas/ mis canciones son;/ porque el que se fue,/ con lo que llevó,/ se dejó el silencio,/ y llevó la voz.” / Llorad, corazón, / que tenéis razón”.

En su extraordinaria conferencia sobre Góngora (“La imagen poética de Luis de Góngora”, 1926), García Lorca, discurriendo sobre el tema de la inspiración poética como tal, y la calidad en la factura de la producción gongorina nos expresa: “Dice el gran poeta francés Paul Valéry que el estado de inspiración no es el estado conveniente para escribir un poema. Como creo en la inspiración que Dios envía, creo que Valéry va bien encaminado. El estado de inspiración es un estado de recogimiento, pero no de dinamismo creador. Hay que reposar la visión del concepto para que se clarifique. No creo que ningún gran artista trabaje en estado de fiebre. Aun los místicos, trabajan cuando ya la inefable paloma del Espíritu Santo abandona sus celdas y se va perdiendo por las nubes. Se vuelve de la inspiración como se vuelve de un país extranjero. El poema es la narración del viaje. La inspiración da la imagen, pero no el vestido. Y para vestirla hay que observar ecuánimemente y sin apasionamiento peligroso la calidad y sonoridad de la palabra. Y en Góngora no se sabe qué admirar más: si su sustancia poética o su forma inimitable e inspiradísima. Su letra vivifica a su espíritu en vez de matarlo. No es espontáneo, pero tiene frescura y juventud. No es fácil, pero es inteligible y luminoso. Aun cuando resulta alguna rara vez desmedido en la hipérbole, lo hace con una gracia andaluza tan característica. que nos hace sonreír y admirarlo más, porque sus hipérboles son siempre piropos de cordobés enamoradísimo”.

De los versos anteriormente citados del poeta, quizás más traducibles y sencillos; ahora eleva, rehace, retuerce la sintaxis castellana, el genial Góngora, y no es oscuro, es culto, inexorablemente clásico, mitológico, ansioso de proveer una visión, una dimensión distinta a la poesía, a la lengua de su tiempo. Dice en un descriptivo fragmento preciosista de “Soledad Segunda”: “De un mancebo serrano/ el duro brazo débil hace junco,/ examinando con el pico adunco/ sus pardas plumas, el azor britano,/ tardo, mas generoso/ terror de tu sobrino ingenioso,/ ya invidia tuya, Dédalo, ave ahora,/ cuyo pie tiria púrpura colora./ Grave, de perezosas plumas globo, / que a luz le condenó incierta la ira/ del bello de la estigia deidad robo,/ desde el guante hasta el hombro a un joven cela:/ esta emulación pues de cuanto vuela/ por dos topacios bellos con que mira,/ término torpe era/ de pompa tan ligera”.

De esta aparente oscuridad, afirma siempre Lorca: “Es suntuoso, exquisito, pero no es oscuro en sí mismo. Los oscuros somos nosotros, que no tenemos capacidad para penetrar su inteligencia. El misterio no está fuera de nosotros, sino que lo llevamos encima del corazón. No se debe decir cosa oscura, sino hombre oscuro. Porque Góngora no quiere ser turbio, sino claro, elegante y matizado. No gusta penumbras ni metáforas diformes; antes, al contrario, a su manera explica las cosas para redondearlas. Llega a hacer de su poema una gran Naturaleza muerta”.

Góngora fascina, y atrae la polémica, la contradicción entre los estudiosos y admiradores de su obra. Así, el gran cubano José Lezama Lima (1910-1976) en su formidable ensayo “Sierpe de don Luis de Góngora” (1951) lo enaltece, pero también es crítico de su sistema poético, lo ve incompleto, gélido, inconcluso, extraviado, en ocasiones, en incongruentes hermetismos.

Curioso. A veces he pensado que las mismas razones que arguye, esencialmente, Lezama, sobre Góngora, pudiesen aplicárseles a él. Pero al final, nada hay de eso, desde mi valoración, en definitiva, ni en Góngora ni en Lezama. Todo se cierra, perfecto, como en el fabuloso y mítico círculo sagrado del uróboro, donde todo nace y muere, donde todo constituye y repite el ciclo eterno.

Al final de esta página, transcribo este maravilloso soneto de Góngora, pieza perfecta de la fugacidad amor y de la eternidad de la muerte: “Mientras por competir con tu cabello,/oro bruñido el Sol relumbra en vano,/mientras con menosprecio en medio el llano/mira tu blanca frente el lilio bello;/mientras a cada labio, por cogello,/siguen más ojos que al clavel temprano,/y mientras triunfa con desdén lozano/del luciente cristal tu gentil cuello;/goza cuello, cabello, labio y frente,/antes que lo que fue en tu edad dorada/oro, lirio, clavel, cristal luciente,/no sólo en plata o vïola truncada/se vuelva, mas tú y ello juntamente/en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.

Si un poeta supo hilvanar lo mejor del oro grecolatino con la poética española, amando profundamente el decir; ejerciendo un culto ritual a las palabras, ese fue don Luis de Góngora y Argote, Maestro de la poesía, de la poesía de todos los tiempos.

 

 

 

 

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