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Por qué se muere en Colombia

Iosu Perales

La vida no vale nada en la patria de Macondo. A las protestas convocadas por el Comité Nacional del Paro, el 28 de abril, contra la reforma tributaria, el gobierno del derechista Iván Duque respondió con una violencia policial que se saldó con 49 muertos a los doce días de protesta, cerca de un millar de heridos y más de quinientos detenidos. La propuesta del Gobierno tenía como objetivo recaudar 6.300 millones de dólares destinados a pagar intereses de la deuda externa de Colombia (la deuda del país es del 51 % del PIB). El que no fuera un aumento de ingresos del Estado para atender a servicios y prestaciones sociales y el que se cargara el peso de la reforma en las clases medias y en los más vulnerables, motivó la respuesta ciudadana que ya no se conformó con la retirada de la ley que había sido llevada al Congreso el 15 de abril.

Las manifestaciones diarias asumieron la lucha contra la pobreza y la desigualdad, exigiendo un Estado social, en un contexto en que la pandemia del COVID-19 ha profundizado en el empeoramiento social de un país en el que millones de personas son abandonadas a su suerte. Ciudades colombianas convertidas en campos de batalla son la consecuencia de un neoliberalismo que no entiende de solidaridad ni siquiera cuando se trata de la lucha por la vida. La violencia de hoy se suma a una violencia normalizada que se manifiesta en la militarización de un país que, si bien firmó la paz, en noviembre de 2016, no ha dejado de contar muertos por motivación política. Crisis política y crisis social son las dos caras de una gran crisis de la paz que afecta a la convivencia y la seguridad de la ciudadanía. La nueva crisis social llueve sobre mojado.

Desde que se firmó la paz, 904 líderes sociales han sido asesinados, a los que agregar la ejecución extrajudicial de 274 excombatientes de las FARC, según organismos que dan seguimiento al cumplimiento de los acuerdos firmados por el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC.

Hay que reconocer que, si Colombia fuera Venezuela, las campañas de condena al gobierno serían fortísimas. Sea como fuere, en Bogotá, en Medellín, en Cali y en todo el país, se mata y se muere con todo lujo de violencia, en el marco de una impunidad que ya no es sospecha sino certeza y señala directamente al presidente Iván Duque y a su mentor Álvaro Uribe. Ambos, nunca han estado por la paz firmada, y son excesivamente cercanos a las llamadas milicias de Autodefensa Gaitanista, a los Clanes de narcotráfico como el del Golfo, y a latifundistas cocaleros que mantienen ejércitos privados. Estos y otros grupos como los disidentes de las FARC (la Estructura 10), y el ELN (Ejército de Liberación Nacional) peinan los territorios que controlan, desplazando a las poblaciones y depurándolas a tiros cuando creen que están del lado de los contrarios, dejando cientos de asesinados, entre comunidades campesinas y organizaciones urbanas críticas al sistema. Las masacres se suceden y el miedo y la zozobra se unen al temor por la pandemia.

La violencia social que sacude hoy Colombia, unida a la violencia por sectarismo político y deseos de venganza forman un bucle sin salida razonable aparente. Además, la violencia delincuencial que asola el país en forma de secuestros, producción y tráfico de coca con las consiguientes batallas a balazo limpio entre carteles, hacen que no haya rincón del país relativamente tranquilo. Para colmo, la fragmentación de actores no favorece una vía de diálogo para acabar con las masacres. Los conflictos son ahora más incontrolados que nunca. Los acuerdos de paz no se cumplen, las medidas antisociales del gobierno uribista de Duque provocan respuestas a veces radicales, reina el caos.

Hay que hacer notar que decenas de años de guerra, unido a los dominios territoriales del paramilitarismo, y el poder también territorial de los carteles, han hecho posible la ausencia del Estado en grandes regiones del país. Inseguridad y desorden era y todavía es lo cotidiano. La firma de la paz, tan esperada y tan necesaria, trajo una esperanza. Duró poco. Enseguida las fuerzas contrarias a la paz y al presidente Juan Manuel Santos tomaron el camino más eficaz para debilitar los acuerdos: matar a combatientes desmovilizados. En realidad, optaron por la continuidad de las matanzas realizadas contra la Unión Patriótica, a partir de 1984, que por entonces decidió desmovilizarse de acuerdo con el Gobierno.

En estos días, la represión no la ejercen solo las fuerzas policiales del Gobierno de Iván Duque. En muchos casos es el ejército el que dispara, como lo hizo en una comuna de Cali el pasado 3 de mayo. En un ambiente familiar se celebraba una misa en recuerdo de las víctimas de las primeras manifestaciones. Un helicóptero sobrevoló y al poco tiempo una Unidad Móvil de Antidisturbios llegó disparando contra la gente con armas semiautomáticas y fusiles de guerra. También milicias civiles, presumiblemente de las llamadas de “autodefensa”, disparan contra la gente que se manifiesta contra el Gobierno. Cuando todo se tranquilice continuaran los asesinatos selectivos de líderes sociales. Pero ¿qué importa?, el actual gobierno de Colombia es de los nuestros.

¿Hacia dónde va Colombia? Pareciera que a perpetuar su violencia. Y, ¿no tiene nada que decir la comunidad internacional?, ¿Naciones Unidas?, ¿la Unión Europea?, ¿la Organización de Estados Americanos? Tal vez sea la calle el actor político más idóneo para presionar a los agentes políticos de todos los signos, a que respeten la voluntad de paz de la población y den respuestas dialogadas y negociadas a la pobreza, la desigualdad y las injusticias que soporta la mayoría de colombianos. Sin rostros muy conocidos, la multitud anónima, cargada de reivindicaciones legítimas, sea tal vez la fuente más real de una nueva esperanza. Hoy, las redes facilitan la movilización. Ojalá llegue pronto la nueva noticia de un impulso decisivo por la paz social y política.

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