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Por si las dudas

René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)

Ayer, después de mil sesiones sombrías, el alienista enumeró mis fobias. Le tengo fobia a las cucarachas que se ríen del veneno y de la bomba atómica; a la cara del exdiputado maquillada con raspadura de ladrillo sin muro; a los fallos judiciales con medidas sustitutivas que emiten los jueces comprados en combo; al garrobo que se deja atrapar sin dar la lucha; a los nidos de plástico; a la mirada sobre el hombro de quien cree que hasta las misas son en su honor; a la risa tonta del alumno reprobado; a la historia oficial de la mentira que nos venían contando desde hace dos siglos; a los favores recibidos que son peor que un pagaré de usurero; al olor a sanguaza de las cárceles que enseñan a cometer otros delitos; al canto feliz del pájaro enjaulado y a la sonrisa pétrea del candidato infame que cree que el pueblo es pendejo.

Ayer, después de mil sesiones contemplando un techo sin manchas, el psiquiatra con cara de conejo me lo dijo. Le tengo fobia a la cola feliz del perro encadenado; a los pedidos de donación hechos por el ladrón sin fines de lucro; a la Coca Cola y su sabor a sangre derramada en las tierras invadidas; a los terremotos que matan niños, pero no a los panes mata-niños; a los indicadores económicos que salen del aire acondicionado del oligarca; a la foto retocada del exministro y su mujer y su amante (el de la mujer); a la censura al libro “mis putas tristes” realizada por la matrona de las calles; al libre albedrío del esclavo de la televisión; al contingente militar de ojos azules que dispara balas de verdad en guerras de mentira; a los ojos tristes del pez que nada en mares de cristal líquido; y a los expresidentes que no llegarán a ser expresidiarios porque les dieron asilo.

Ayer, después de mil sesiones silenciosas, el loquero forense me dio la lista de las fobias por las que me deberían encerrar de por vida, si de él dependiera la justicia. Le tengo fobia a la luz sin calor del centro comercial que apaga el sol de la luciérnaga; al busero caníbal que ronronea en las calles como si fueran el territorio de la; al juguete sin niño y al niño sin juguete; al olor de los ricos sin dinero que hacen suya la maldición del ladino; a la risa de las hienas de los derechos humanos; al hambre feroz de los niños que no tuvieran una segunda oportunidad cuando había oportunidad de dárselas hace tres décadas; a la indecible soledad del anciano al que le robaron la vejez cuando privatizaron las pensiones; a la felicidad absurda del pordiosero de la esquina de la muerte; al jiote del alma del corrupto que quiere ser presidente; a la orilla azul del discurso del candidato que cree en las profecías de los charlatanes del diezmo; a los programas de entretenimiento familiar que pervierten a las familias; a las reses que se dejan sacrificar sin poner el grito en el suelo; al polvo centenario de los libros en busca de lector; a la lujuria impotente del maestro sin sesos que prefiere lo virtual para dar clases en calzoncillo; a la reforma curricular que nos borró la memoria histórica como un acto nacionalista para promover la migración y el flujo de remesas; al zancudo que sólo sabe picar en la piel de la pobreza; a las noticias amañadas por los que han perdido sus privilegios y a los noticieros de televisión que tienen como promotor de imagen al chupa-cabras.

Ayer, después de mil sesiones hablando solo, la tarotista del parque Centenario me leyó las cartas de mis miedos. Le tengo fobia a la sección de empleos de los clasificados sin dirección conocida; a los periodistas que se creen empleados del Washington Post que derriba gobiernos; a los cuentos de hadas sin fornicaciones veraces; a los anuncios contra la celulitis, pero no a los panes con ripio; a la psicoterapia del político que se preocupa más por la ropa que por construir otro país; a la moral del asilado que huyó de la falta de pruebas de descargo; a la silueta del exdiputado que se operó, pero no a la de Úrsula Corberó-; a los perros que muerden a los niños de la calle; al colesterol alto de los que tiran la comida; al pronóstico del tiempo; a los perfumes caros que disfrazan espíritus baratos; a las tarjetas de crédito del que nunca paga ni devuelve lo comprado; a la libélula que ha perdido su río; a los poemas sin culo, ni vínculo, ni binoculares; a los poetas sin sangre que se premian entre ellos mismos; a las confesiones con curas excitados y pastores pedófilos; a la boca del analista anal –pero no a la de Angeline Jolie-; a la saliva del perro que no está vacunado contra el moquillo de la irrelevancia; a la declaración de la renta de los empresarios evasores y de los que mercantilizaron la imagen del Che; a los derechos humanos de los victimarios consagrados; a los diputados que se venden en combo y a la nieve en los pesebres tropicales.

Ayer, después de mil sesiones, la bruja que hace la prueba del puro me lo dijo sin pelos en la lengua. Le tengo fobia a la osteoporosis del espíritu; a la artritis del cerebro; al climaterio del coraje; al regreso triunfal de los delincuentes y a las banderas de los partidos que nos dejaron partidos en mil pedazos de robos. El chamán forense me dijo que si no quiero ser encerrado de por vida por culpa de mis fobias, que me busque un perro callejero que me enseñe cómo vencer el jiote de la traición al pueblo; que rompa las jaulas y abra las aulas; que apague el televisor y encienda el pensamiento crítico; que beba agua en un chorro público; que lustre los zapatos con polvo del camino; que me acueste hasta que haya visto la Polaris que conduce a la casa de la utopía; que le ponga vainilla al café; que me pierda en el recuerdo de un embrujo perdido; que me lave los dientes con la pasta de los bocados a tiempo; que prefiera las abejas a la miel y el paisaje a la fotografía; que llene de memoria mi olvido. El sobador de la Garita, único especialista en esguinces de la memoria, fue claro en su diagnóstico: tiene dañados los amortiguadores de la conciencia. Pero, por si las dudas, buscaré una segunda opinión que lo confirme.

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