“Conservemos la morada como nos ha sido servida, en brote permanente y no como una esfera cruel”.
Víctor CORCOBA HERRERO/ Escritor
Somos una sociedad enferma. Tenemos que mejorar aires, tanto los del cielo como los de la tierra. Cuánto más claro esté el horizonte, mejor podremos divisarlo y acudir a que nos envuelva de entusiasmo. La contaminación, el mero soplo corrompido, nos deja en el desaliento y sin ganas de vivir. De igual modo, los azotes naturales, a los que contribuimos con nuestras corruptas hazañas, y las adversidades que nos lanzamos unos contra otros, también nos proporcionan unos caminos irrespirables y una atmósfera enlutada. De continuar así, vamos a convertir el planeta en un cementerio despoblado existencialmente. Desde luego, cuánto antes tenemos que enmendar actitudes y comportamientos. De lo contrario, acabaremos ahogados en nuestras propias miserias.
Tampoco es de ahora, lo percibimos desde hace tiempo, que las corrientes nítidas nos injertan bienestar en el alma; pues no derrumbemos la continuidad del linaje con agentes putrefactos. Nos merecemos respirar vida. Abandonemos el cultivo de la expiración. Toca exhalar memoria hacendosa para aprender a reprendernos. Es cierto que nuestras sociedades están cada vez más interconectadas entre sí, pero también más fragmentadas, con métodos de explotación de los recursos que, aparte de degradarnos por completo como seres pensantes, nos causan un daño profundo a toda la humanidad de hoy y de mañana.
Sin duda, la civilización requiere hermanarse cuanto antes, pero el uso de la energía no debe destruir nuestro espíritu fecundo. Hemos de intentar nuevos enfoques, que nos den esplendor y no declive vivencial. Por eso, es importante avanzar, claro que sí, pero no a cualquier precio. Conservemos la morada como nos ha sido servida, en brote permanente y no como una esfera cruel.
Indudablemente, el encuentro entre el azul cristalino del orbe y la clemencia humana es fecundo, en la medida en que genera una proximidad que regenera y acompaña. En este sentido, nos alegra la pasión puesta recientemente por una asesora del Comité de los Derechos del Niño para un medioambiente limpio y sano. Cuenta a noticias de Naciones Unidas como desde que era niña estuvo en la lucha contra el cambio climático y la degradación de nuestros ecosistemas, demostrando científicamente por ejemplo como era necesario prohibir las bolsas de plástico de su uso cotidiano. Seguramente, si fuésemos más garantes con la custodia de la casa común y nos oyéramos más todos, afrontaríamos esta transformación, que en realidad es una metamorfosis integral e integradora, de modos y maneras de vivir, lo que requiere del verdadero esfuerzo tanto individual como colectivo.
Desde luego, la sanación humanitaria es fundamental. Debe ser capaz de cuidarse de sí misma y de la naturaleza. Únicamente, de esta forma podremos levantar cabeza y tejer nuevos hábitos de confianza en el futuro. Por consiguiente, la apuesta por un cielo azul y una tierra fecunda, requiere del valor personal y del compromiso de todos y, en particular, de los países con mayores capacidades. Junto a esto, hay que fomentar un modelo cultural de avance en el saber estar y en el ser solidario, centrado en la relación cordial entre semejantes y, además, en alianza entre el ser humano y el entorno natural.
Se trata, en consecuencia, de poner en acción el canje, ya no solo de época, también de dimensión económica, social y ambiental; sabiendo que el vínculo más esencial que tenemos entre sí, es que todos moramos en este pequeño astro, del que formamos parte con nuestro propio cuerpo. La tarea pasa por purificar la brisa que nos alienta o por proteger el agua del manantial que nos vivifica. Esto nos exige entendernos y atendernos mutuamente, entrar en diálogo y salir convencidos de que lo celeste y lo terrenal han de coaligarse, destronando dominios y dominadores. Al fin y al cabo, la mayor fertilidad de nuestro paso por la madre tierra, pasa por ejercer las buenas prácticas del amor de amar amor.
Si realmente tenemos en cuenta que somos hijos del afecto; y que, cualquiera de nosotros, estamos llamados a vivir y a dejar vivir, ¡hagámoslo así! Dejemos de dar continuidad a este deterioro humano, verdaderamente deshumanizador y sanguinario. La cátedra viviente lleva tiempo advirtiéndonos de que tenemos que poner más alma que armas por los caminos, más ciencia y conciencia que inconsciencia e insensibilidad por las vías del tiempo, más corazón y poesía que malignidad y poder avasallador entre los espacios.
Ojalá se retome a la sabiduría de lo vivido, abandonemos el endiosamiento, y nos pongamos con voluntad a servir como poetas en guardia; sin obviar el querer, porque cada uno es necesario para proyectar savia. Colaboremos y cooperemos en la labor, con humildad y sencillez. En esto radica el gozo.