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Tiempo de Monseñor Romero (I)

Luis Armando González

Nota introductoria

Cuando este escrito ya estaba terminado, me encontré por casualidad con una columna de Regina de Cardenal, dedicada a Monseñor Romero, publicada en El Diario de Hoy. No deja de ser curioso que gente de derecha se ocupe del Arzobispo mártir; además de la señora de Cardenal, también lo ha hecho en días recientes Federico Hernández Aguilar. Naturalmente que lo hacen mal, entresacando frases de sus escritos y ofreciendo una imagen falsa de Monseñor Romero. Quizás habría que recordarles –o hacerles saber— que todo proceso de conocimiento comienza con preguntas que son las que conducen nuestra búsqueda, siempre aproximada, de la verdad. En el caso de Monseñor Romero, cualquier intento de conocer su pensamiento y acciones de manera integral no puede prescindir de estas dos preguntas: a) ¿por qué lo odiaban la oligarquía, la derecha política y los militares?; b) ¿por qué la oligarquía y la derecha política ordenaron su asesinato, mismo que fue ejecutado por un escuadrón de la muerte que seguía órdenes, tal como indican distintas evidencias, del ex mayor Roberto d’Aubuisson? Si la señora de Cardenal se hace estas preguntas, se dará cuenta de que sus opiniones sobre Monseñor Romero tienen poco sentido y, en consecuencia, son irrelevantes para entender integralmente su pensamiento, acciones y martirio.

Es decir, el Monseñor Romero que ella tiene en mente —anticomunista y aquiescente con el Opus Dei— no hubiera sido odiado y mandado a asesinar por los grupos de poder económico y político, sino todo lo contrario: hubiera sido celebrado y adulado, como lo eran algunos de sus compañeros obispos. La invito, entonces, a que se haga las preguntas anotadas arriba no para que cambie de parecer, sino para que sea un poco más prudente con lo que publica, pues a nadie la viene mal cuidarse de hacer el ridículo.

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Uno de los textos más hermosos y profundos que jamás se hayan escrito es este del Eclesiastés:

“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora.

Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado;

Tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar;

tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar;

tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar;

tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar;

tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar;

tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz”.

Nos habla de cosas importantes, sobre las que muchas veces no nos detenemos a reflexionar, pero que están ahí, marcando nuestras vidas y decisiones en los momentos más críticos. Que todo tiene su tiempo quiere decir, ante todo, que cada cosa que sucede lo hace en su momento, no en cualquier otro. A lo que no le ha llegado su tiempo –para nacer o para morir, por ejemplo–, no sucede. En segundo lugar, el texto también apunta a la propia temporalidad de cada realidad. Realidades distintas tienen tiempos distintos.  Ahora lo sabemos mejor: desde las emociones, los sentimientos y la razón de cada cual, el tiempo de lo que nos rodea y nos atañe –los días mismos— no tiene siempre la misma duración y densidad. Hay cosas (experiencias, vivencias) más duraderas y más densas que otras. En lo que concierne a la  historia, hay jornadas, coyunturas, procesos o incluso días más densos, intensos y duraderos que otros. La temporalidad de los fenómenos históricos no es absoluta: hay unos que van más lentos que otros.

Y desde la naturaleza, la temporalidad de cada cosa depende de su velocidad, de su masa y de las fuerzas electromagnéticas o gravitacionales que la afectan: en el límite, en algo que viaje a la velocidad de la luz (la luz misma) el tiempo se dilata infinitamente.

Por último, el texto del Eclesiastés puede ser leído en clave de exclusión: cuando hay muerte, no hay vida; cuando hay llanto, no hay risa; cuando se destruye, no se edifica. También puede leerse en clave de predominio: hay tiempos en los que predomina la vida sobre la muerte, el llanto sobre la risa, la destrucción sobre la construcción, la desesperanza sobre la esperanza; o lo contrario: el hablar sobre el callar, el dar sobre el recibir, el sembrar sobre el podar. Quizás esta lectura se ajuste más a las dinámicas de la realidad histórica, según las cuales lo que se tiene son procesos que dominan sobre otros, sin abolirlos del todo, según los tiempos y los momentos de cada sociedad.

Monseñor Oscar Arnulfo Romero ejerció su magisterio como Arzobispo y murió en una época histórica densa, con una temporalidad propia, irrepetible. Ese tramo de la historia salvadoreña es incomprensible sin su voz profética y su martirio. Era un tiempo de persecución, tortura, terror estatal y paramilitar, asesinatos y miedo colectivos. Fue un tiempo de energías populares desbordantes, que no encontraban forma de encauzarse pacíficamente en la construcción de un país distinto, pues los esquemas autoritarios y excluyentes prevalecían sobre cualquier consideración mínimamente democrática. El asesinato de Monseñor Romero, el 24 de marzo de 1980, constituye el ejemplo máximo de lo oscuro de aquellos tiempos trágicos y violentos. En el plano histórico, la guerra civil que se inició formalmente al año siguiente puso de manifiesto el cierre de opciones no violentas para quienes se esforzaban –entre ellos había estado Mons. Romero— por la construcción de una sociedad democrática y menos injusta en lo económico.

Todo la década de la guerra estuvo marcada por el dolor popular, pues la estrategia militar gubernamental –bajo la tutela de Estados Unidos—nunca tuvo reparos en aplicar cualquier cantidad de violencia en contra de comunidades consideradas “bases de apoyo” del FMLN. Los años más duros fueron los que van de 1980 a 1984, que fueron los de una verdadera sangría popular y social: estudiantes, docentes, militantes de organizaciones populares, religiosos y religiosas, sindicalistas, líderes campesinos…. fueron sometidos a una violenta persecución que tenía como finalidad su exterminio.

Y en ese contexto de violencia política, estatal y para militar, se comenzó a honrar a memoria de Monseñor Romero. Con miedo, escondiendo sus fotografías, sabiéndose vigilados y en riesgo, hombres y mujeres valientes del pueblo, o identificados con sus luchas y necesidades, se reunían para recordar a su pastor, para raclamar por su asesinato y para alimentar su espíritu con una dosis de esperanza, necesaria pero difícil en esos momentos trágicos para el país.

El “Salvadoreño más universal”, como lo llamó el P. Ignacio Ellacuría, estaba prohibido en El Salvador. Su nombre, mensaje, su vida y su muerte eran anatema para los grupos oligárquicos, los militares y los políticos a su servicio de aquel entonces (principalmente del PDC, pero también de lo que quedaba del antiguo partido oficial, el PCN) .

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