Gilmar muñoz,
Escritor
Muerte y yo buscamos el próximo “ojo de agua” para el justo abrevar.
Generalmente en estos casos y por asertos diarios – refirió Muerte a los encuentros informales – como el imprevisto de acercarnos curiosos a la vida, lo que nos sucede. De ahí lo acostumbrado, saber cómo va uno o en qué novedades anda. Referencias oportunas, no ajenas a los compendios de la memoria, convocan citas necesarias para reafirmar que nuestro estado de cosas está sujeto a los giros del padecer y del trastornar. Repetir la lección, aún no aprendida del todo – pues difícilmente se mantienen estables en nuestra condición de incipientes – y a cada día, su esencia (por así decir) vuelve a asegurar que vive del ejemplo anterior. Errar y error como viejas relaciones de la propia confusión y realidad, de la inseparable y aliada conjugación natural, caminan tropezando, gozando de su inestable circunstancia de obrar, no correcto – a su modo – adecuado.
Muerte porta (refiriéndome a ciertos detalles en su haber) un prisma de traducción ante las inesperadas malicias del destino, cerciorándose que no las hay ni han de seguir ahí inapreciables o desapercibidas.
‘Esa sombra, que siempre huye, topa conmigo,’ dijo de repente. Para luego agregar que nunca le ha visto la cara. ‘¿No sé quién es? Solo sé que sale del callejón donde vivo para luego doblar de prisa la esquina. He estado a punto de preguntarle algo y hacerla volver para reconocerla, pero no me ha dado tiempo. Sé que escapa de mi sin quererlo o yo sin saberlo.’
Para mí, esa inadvertida complicidad, que confiadamente describía Muerte, me situaba en vueltas de una sola mención. Quise evadirla sin pensarlo cuando al notar que, en la pared del lugar, una raya o mancha de degeneración del tiempo buscaba confundirse en olvido de ojo sin fijar. Al mismo tiempo, Muerte, al servir las siguientes cervezas e hinchándose la boca de espuma completó:
‘Huye como solo ella sabe, sin prometer volver a pasar. Aunque vuelva a hacerlo con la misma prisa de antes.’
Con igual reflexión, de esa sombra pasajera describió una llama extrañamente luminosa. Un ceremonial azul. Una fosforescente retrospectiva de caminos por donde nunca dejan de pasar las auras del misterio, hasta que se borran y oscurecen de olvidos, o hasta extinguirse de penas. Volví a pensar en la degeneración del tiempo irresoluto. Algo que explicara el hecho de figurar otras distancias más lejanas e irreconocibles, como si se tratara de accidentes traspasándonos a mitad de nuestro recorrido.
A este punto de la opinión, mis imágenes, en blanco y negro, sobre lo referido, convertían el ambiente en meras circunstancias pasadas: calles lóbregas, balcones desolados, inútiles barrios con perfiles medianos de ninguna sonrisa (comprendiendo tácitamente que los colores a mis alcances no tenían gesto ni consideración de vinculado), porque apenas llegaron a poblar las ansiadas geometrías por donde Muerte se había concentrado últimamente.
Equivocadas apreciaciones del papel con referencia a las del carbón utilizado – las mías – pensé vagamente. Para entonces, el tono de su voz se ajustaba con la palidez del sobresalto. Su aferro a lo imposible, o las magnitudes de algún fresco. No a la simple tinta negra por la que en realidad los dos pendíamos de manera capital y plana.
Repetí en tonos parejos, como lo hace el que promete acabar bien – y que bien que todo parecía un capricho de representar – porque me abatieron los colores de la fosforescente luz azul y la negra ala de su tacto.
‘Muerte, ¿seguro se trata de la misma mujer, sombra o vuelta de esquina la de tu callejón?’ me atreví a decir ya sin inquietud…
Sin padecimientos era mi turno de cervezas por enésima vez. De reojo alcancé a ver la herida sujetada del tiempo adverso en la pared. Esa visión afectada de luz. ¿O era yo quien jugaba solitarias magnitudes del acontecer?