René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Las flatulentas ínfulas de nobleza con las que actúa la derecha nacionalista, repleta de ese patriotismo soez y filibustero que exhiben cada vez que el pueblo reclama sus derechos, no tienen cabida en una sociedad que quiere transitar hacia la democracia. El Salvador sigue siendo uno de los países más desiguales del continente, triste condición que empeoró con la privatización de las pensiones, pues amplió el tamaño de un sector que ya era vulnerable: pensionados. La lógica del capital –sin edad ni sexo-, en su proceso de valorización va limitando la intervención del Estado en los asuntos económicos hasta que la empresa privada lo envuelva todo con su manto de perversión. Hoy, la función de los sirvientes del capital –a través de la derecha- es privatizar los servicios públicos que restan (agua, educación, salud, seguridad, cárceles), para convertirlos en un negocio redondo que se comerá toda noción de seguridad social.
En el caso de las pensiones las preguntas son: ¿cómo se sostiene el sistema privado?, ¿por qué no garantiza una pensión igual al último salario? En palabras simples, ese sistema opera como un fondo individual administrado por un ente privado que invierte el dinero (dinero que le es ajeno), en activos financieros. La pensión resultante para quienes coticen tendrá directa relación con el rendimiento bursátil que pueda tener dicho dinero, rendimiento que se calcula, claro está, después de extraer el jugoso margen de ganancia para los propietarios de las AFPs, lo cual hace bajar dicho rendimiento sensiblemente.
Entonces el problema para el trabajador promedio (o sea la inmensa mayoría que tiene salarios muy bajos), estriba en el hecho de que la cuota de “inversión” (descuento mensual), en este sistema de ahorro deberá ser alta en extremo para que en calidad de pensionados, eso se traduzca en mensualidades dignas de tal forma que la jubilación sea un júbilo. Los expertos –y la vida misma que pasa frente a nuestros ojos- afirman –con datos en la mano- que el sistema privado de pensiones solo beneficia a aquellos cuyo salario mensual es superior a los 5,000 dólares (como el de los diputados). Pero, el salario promedio en El Salvador ni siquiera se acerca a los 500 dólares mensuales.
Ese dato lapidario sobre la privatización de las pensiones, es el que nos lleva a cuestionar a los diputados que la aprobaron y a los que guardaron silencio cuando se pasó a jubilación por edad y no por años de trabajo, lo cual fue una puñalada a los jóvenes quienes, de la noche a la mañana, en lugar de trabajar 30 años hoy tienen que trabajar 45 años para poder jubilarse, puñalada que a su vez, nos lleva a la paradoja del esclavo: que los partidos privatizadores (y los consentidores) tengan como militantes a miles de jóvenes que han sido dañados por ellos. Esa paradoja demuestra que El Salvador no es una prueba fallida de la privatización, una prueba que hoy va en busca del agua, con lo que la situación de miseria aumentará dramáticamente.
Las promesas de los políticos privatizadores son perversas y malintencionadas en el sentido de querer acallar las protestas populares en las calles, en las redes sociales, en los platos baldíos, en las camas agudas. Y es que seríamos ingenuos si creyéramos que los gobernantes no saben lo que hacen, porque sí lo saben de principio a fin de cada acuerdo tomado, e incluso en cada estupidez cometida, dicha o pensada. Quienes impulsan, por ejemplo, la privatización aún más feroz de las pensiones -sin perder de vista el agua- saben perfectamente cuáles son los efectos que eso tendrá sobre los jubilados y cuáles sobre el capital en una perfecta relación antagónica. Conocen al menudeo los efectos nocivos que este sistema de pensiones ha tenido en otros países, y eso no les quita el sueño.
En el país, el PIB puede crecer o decrecer; las remesas pueden subir o bajar; la economía puede ser estable o frágil y en cualquiera de los casos, las pensiones seguirán siendo indignas e insultantes. Los salvadoreños pobres –de izquierda, derecha o centro- podrán caer en la pueril ilusión de que el país es el más cachimbón de todos; podrán colgar la bandera de este fabuloso reino en la parte más alta del Palacio de Nerón y aplaudir, babeantes, la riqueza ajena y masticar, ingenuamente, la idea de que si sube el ingreso per cápita de El Salvador sube para todos. Pero sucede todo lo contrario, en términos relativos y reales, porque la distancia entre los ricos y los pobres será cada vez mayor, y el consumo familiar se verá disminuido y degradado ahí donde las crueles boletas de empeño ladran como perros encadenados. Y mientras la vejez se disuelve en el mar de las pírricas pensiones: en los barrios pobres; en los pueblos olvidados por el progreso y por los políticos; en las plazas públicas atiborradas de ancianos que mendigan pan y júbilo; en el trabajo de esclavos que pinta de negro el cielo y las arrugas; en el muro del norte que nos menosprecia o chantajea; en las batallas campales del sur entre la memoria y el olvido; en las estrechas y sucias calles del país por las que no transitan los alcaldes ni los ministros; allí donde la gente humilde vive feliz en la tristeza y se siente millonaria en la pobreza porque puede comprar frijoles y arroz; ahí donde las mujeres más hermosas del planeta hacen milagros con los sueldos indignos de las maquilas para que sobrevivan en la guerra diaria contra el mercado municipal; ahí donde los migrantes han dejado enterrado su ombligo y sus hijos en un predio ajeno; en todos esos lugares, tangibles e intangibles, descubriremos la sociedad tal cual es: una sociedad en ruinas, hundida, con más dudas que certezas, llena de rabia inútil, preguntándose cómo fue que permitimos que nos privatizaran todo eso.
Y como les gusta privatizar, privaticen el parque Libertad, porque desconocemos su significado; privaticen la Catedral porque los rezos del pueblo no suben al cielo; privaticen el Cementerio los Ilustres porque ningún pobre será su inquilino; privaticen a Roque Dalton porque el turno del ofendido nunca nos llega; privaticen el cielo para que el pueblo siempre ande con la cabeza agachada; privaticen la justicia para que solo castigue a los pobres; privaticen la lluvia para que no lave los pecados del pueblo; privaticen las almohadas para que soñar no esté al alcance de nuestros bolsillos.