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El problema de los migrantes

José M. Tojeira

La amenaza de suprimir el TPS en Estados Unidos crea tensión y preocupación en muchas personas. No es para menos, dado que cerca de 200.000 personas gozan de ese estatuto que les permite trabajar y vivir con relativa dignidad en los Estados Unidos. Aunque no todos los que gozan de TPS retornen a El Salvador, estamos hablando de un fuerte problema humanitario tanto para un país pequeño y pobre como el nuestro, con escasas fuentes de trabajo formal, como para los propios migrantes. Separación de familias, venta de propiedades forzada por la salida del país en el que llevan ya una buena cantidad de años, futuro incierto en El Salvador, se ciernen sobre una buena cantidad de salvadoreños, muchos de ellos huidos de la violencia y de la pobreza en nuestras tierras y con riesgo de enfrentarse de nuevo con las situaciones que les hicieron huir.

Si quisiéramos enfrentar desde una lógica humanista el problema de los migrantes salvadoreños, la solución para quienes tienen TPS sería la de darles la residencia definitiva en Estados Unidos. Si tienen trabajo, buen comportamiento, hijos nacidos o estudiando en Estados Unidos, no hay ninguna razón para expulsarlos. Al contrario, echarlos de Estados Unidos es un acto inhumano, brutal y claramente teñido de xenofobia y de una moralidad muy separada de la que rige el universo de los Derechos Humanos. Un país como Estados Unidos, que en tantos aspectos humanos y culturales se ha enriquecido con la migración, y cuyo liderazgo se ha aprovechado en tantas ocasiones para enriquecerse con la llegada de nuevas oleadas de migrantes, no debe comportarse con esa prepotencia y esa especie de racismo frente a grupos de gente honesta, trabajadora, dispuesta a asumir las normas de convivencia norteamericanas. Gente además solidaria que da ejemplo, con sus envíos de dinero a sus familiares, de lo que deberían hacer los liderazgos de los países más ricos con los países con menor fortuna.

Hay además toda una serie de contradicciones que implican la existencia de una cultura profundamente inhumana y generadora de confrontaciones y violencia. En efecto, cuando uno escucha hablar al liderazgo económico norteamericano suele oír invitaciones a una racionalidad económica que utiliza instrumentalmente la razón para generar ganancia y riqueza. Hay que elegir, nos dicen, lo que más produce. Debemos acudir a donde hay posibilidades de ganancia y de generación de riqueza. El dinero no debe tener fronteras para poder generar más dinero, dicen los genios de las finanzas y los gurúes de la plata. Basta recordar a los líderes de la minería que se llamaba a sí misma verde para entender esa especie de razón instrumental con la que se maneja el mundo de las finanzas. Pero si alguien golpeado por la violencia o por la pobreza decide seguir esas consignas neoliberales tan en boga en el lenguaje de los ricos y poderosos, y buscar los lugares donde hay más dinero, mayor rentabilidad del trabajo, mayor seguridad para la inversión, resulta que se convierte en un tipo peligroso, migrante sin papeles al que incluso lingüísticamente se dan el lujo de insultarle llamándole ilegal, como si los seres humanos pudieran ser ilegales a partir de sus necesidades humanas y su búsqueda de vivir con dignidad desde trabajos que a veces ni desean los propios nacidos en los países receptores de migración.

Lo que es bueno para los ricos parece que no es bueno para los pobres, según esos modos de pensar. La libre competencia, que es uno de los grandes principios de la economía actual, parece que no se aplica al trabajo.

Los tratados de libre comercio tratan mejor a las mercancías que a las personas.

Sin darse cuenta que tratar a un producto del trabajo humano mejor que a quien lo ha producido es siempre un acto de violencia. No sé si es posible impulsar una campaña, internacional si fuera posible, de residencia ya para quienes tienen TPS.

Pero urge poner valores humanos por encima de ese discurso xenófobo que solo nos llevará a todos, no solo a quienes sufriremos más las consecuencias, a deshumanizarnos un poco más.

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