Luis Armando González
2. Algunos enfoques en torno al problema de la violencia
(a)Enfoque antropológico. Antes de abordar el tema de la visión antropológica de la violencia es preciso aclarar que el enfoque que nos interesa es el de antropología cultural. A esta disciplina humanística la interesa dilucidar el papel que juega la cultura en la vida humana. Su supuesto de fondo es que “la gente comparte la sociedad –vida organizada en grupos— con otros animales, entre los que se incluyen los babuinos, los lobos e incluso las hormigas. Sin embargo, la cultura es algo en esencia humano. Las culturas son tradiciones y costumbres, transmitidas mediante el aprendizaje, que rigen las creencias y el comportamiento de las personas expuestas a ellas”1. Si es así, la cultura no es ajena a la violencia, en tanto que esta última es un comportamiento humano. Y existen sistemas culturales –como el patriarcado— que fomentan una variedad de prácticas violentas contras las mujeres, explicables –aunque absolutamente condenables— desde aquéllos2.
Lo básico es asumir, pues, que desde la antropología cultural la violencia se entiende como un fenómeno humano, cuyas raíces son culturales y simbólicas. Es importante destacar aquí que existe la antropología filosófica, cuyas interrogantes esenciales son: ¿qué es el ser humano? ¿Cuál es su origen y naturaleza? ¿Cuáles son los fines de la humanidad?, etc. La antropología cultural, como apartado importante de la antropología científica, no se hace preguntas de corte filosófico como las mencionadas, sino que se atiene lo que revelan las evidencias culturales reales (costumbres, rituales, mitos, arte, religión) sobre cómo el ser humano forma sus prácticas sociales y visión de mundo. No obstante lo anterior, la antropología científica –y la cultural— no es ajena a la antropología filosófica, en el sentido de que algunas de sus interrogantes –“¿dónde y cuándo se produjo nuestro origen?”, “¿Cómo han cambiado nuestras especies?”, “¿Qué somos ahora?”, “¿Hacia dónde vamos?”3— tienen un sabor filosófico innegable.
La antropología cultural es la disciplina que trata justamente del ser humano como animal simbólico: que crea y vive de símbolos. Concebir al hombre –al ser humano—como “animal simbólico” fue la contribución de Ernst Cassirer a la antropología cultural4. En este aspecto, la antropología cultural refleja lo sucedido a corrientes importantes de las ciencias sociales que se inscribieron en la concepción según la cual “la vida social [es algo] que está organizado en términos de símbolos (…), cuyo significado (…) debemos captar si es que queremos comprender esa organización y formular sus principios”5. En el caso de la violencia, la misma se explicaría por el peso de tradiciones simbólicas (culturales) que legitiman y alientan el ejercicio de la fuerza en contra de otros. O, en otras palabras, desde la antropología cultural las visiones de mundo culturalmente construidas marcan las pautas de los comportamientos y las interacciones sociales. Y la violencia, entendida como una interacción social, estaría motivada y por factores simbólicos (culturales) que la favorecerían.
En América Latina, desde la antropología se han realizado importantes aportaciones para el estudio de la fragua cultural de prácticas violentas, alentadas y legitimadas desde determinados marcos culturales (cosmovisiones). Sólo a modo de ejemplo, se pueden mencionar los estudios antropológicos de Enrique Florescano, en México, sobre las sociedades mesoamericanas y el componente violento (sacrificios, canibalismo, guerras) que las caracterizó, así como también el simbolismo cultural6 que sostuvo esas prácticas violentas (que no se entienden, ciertamente, fuera del universo cultural en el que estuvieron insertas). Otros estudios, en continuidad con el enfoque de Florescano, han abordado el marco cultural (desde la visión de mundo indígena) en el que se desarrolló la conquista española de América7. Por supuesto que el tema de la violencia en las sociedades prehispánicas genera fuertes polémicas, especialmente enconadas entre aquellos que sostienen una visión idílica de esa etapa del desarrollo histórico.
Casi nadie discute, eso sí, la violencia de la conquista, de la cual incluso se ha construido una “leyenda negra”. Esto llevado a que autores como Santiago Marín Arrieta sostengan que “la conquista americana por los españoles fue cruenta, despiadada y con actos de gran salvajismo. También hubo mucho de sacrificios, de privaciones extremas y de actos de gran heroísmo. El juicio común derivado de dicha situación ha sido, por lo general, negativo para con los conquistadores y al cumplirse los quinientos años del Descubrimiento, a pesar del tiempo transcurrido, persisten opiniones que no se compadecen con la realidad actual”8. Y justamente la leyenda negra hace énfasis los momentos de crueldad y salvajismo de la conquista, dejando a un lado otros momentos de ella.
Asimismo, de la violencia existente previamente sólo los más críticos e informados de atreven a hablar. Entre ellos destaca, como ya se dijo, Enrique Florescano con sendos estudios sobre el simbolismo de la muerte entre los aztecas, por ejemplo9. Y, más recientemente, Pablo Boullosa, en un polémico ensayo –titulado Dilemas clásicos para mexicanos y otros sobrevivientes10—, se ha referido al carácter violento de la estética prehispánica en México. “Si algo distinguió al Imperio mexica –escribe Pablo Boullosa— fue su atroz idealismo. Para los gobernantes aztecas, las ideas eran más importantes que las personas, y la prueba de ello es que preferían sacrificar miles y miles de vidas humanas antes que poner en duda sus altos ideales. Casi todos los que visitan la sala Mexica del Museo Nacional de Antropología lo hacen con la mano de Platón levantada hacia el Ideal y sin atender a lo que los objetos les dicen directamente. Es la única forma de explicar que casi nadie termine la visita concluyendo que estas tierras ocurrían cosas brutales, espantosas, a la sombra de una ideología totalitaria”11. Y el autor remata de la siguiente manera su visión crítica de la violencia predominante en la sociedad mexica:
“El tema del sacrificio humano siempre ha sido incómodo para el mexicano promedio, y quizás más aún para quienes han estudiado antropología y arqueología, casi siempre motivados por una idea elevada y romántica de las culturas indígenas… Referirse al trauma de la Conquista es políticamente correcto; pero hablar del trauma de quienes perdieron hijos, padres, hermanos, en los altares de los dioses prehispánicos es impensable. Son las primeras víctimas mortales de estas tierras en haber sido borradas de nuestro olvido”12.
En los años setenta, son claves los estudios de Manuel Antonio Garretón, en Chile, para comprender la violencia generada por los regímenes autoritarios que dominaron América del Sur desde 1964 hasta finales de los años ochenta. Garretón, desde la sociología de la cultura –impregnada fuertemente de las tesis de la antropología cultural— fue un pionero en el análisis de la cultura política autoritaria, en el marco de la cual es posible comprender las formas de violencia política (y otras formas de violencia no política) que marcaron la cotidianidad de buena parte de las sociedades latinoamericanas durante casi tres décadas . Otros autores, como Marcelo Cavarozzi y Guillermo O’Donnell15, también abordaron el tema de la cultura política autoritaria como caldo de cultivo de prácticas políticas sumamente violentas. Estos estudiosos y otros exploraron la forma cómo determinadas prácticas violentas en contra de opositores políticos –como desapariciones, torturas y asesinatos— fueron legitimadas por determinadas creencias y percepciones sobre el valor (o el poco valor) de otros seres humanos, a quienes se redujo a una especie de lacra ajena a cualquier reconocimiento social. Resuena de cuando en cuando el calificativo preferido de Augusto Pinochet para referirse al comunismo y a los comunistas: cáncer. Y siendo algo tan mortífero, a los comunistas reales o presuntos había que aplicarles procedimientos de extirpación contundentes. No sólo Pinochet lo entendió así. También lo hicieron los militares que se integraron a operaciones de terrorismo estatal como la Operación Cóndor16, que tanto dolor causó en las sociedades latinoamericanas que estuvieron en su radio de acción: Brasil, Argentina, Chile, Paraguay, Bolivia y Uruguay.
En El Salvador, el análisis de los marcos culturales de la violencia han sido constantes desde los años noventa en adelante, aunque existe un estudio pionero –del antropólogo Carlos Rafael Cabarrús— en el que se aborda el fenómeno del cambio en la concepción religiosa católica que da pie al compromiso revolucionario (en los años setenta) de importantes grupos campesinos en la zona Aguilares, al norte de San Salvador. El libro de Cabarrús se titula: Génesis de una revolución17. Posteriormente, se publicaron dos trabajos decisivos: Cultura y ética de la violencia (1996), de Patricia Alvarenga, y “La cultura de la violencia”, un editorial de la Revista ECA, de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”18. En este último texto se apunta una tesis que bien puede servir para entender no sólo a la sociedad salvadoreña, sino a otras sociedades latinoamericanas que vivieron procesos de transición democrática desde el cierre de los años ochenta.
“Contrario a lo que parecía –se dice en el mencionado editorial—, la transición no pudo impedir que las formas más primitivas de la violencia estructural emergieran con una brutalidad desconocida. A ello contribuye la guerra pasada, al haber permitido la circulación libre de toda clase de armas de fuego, al haber debilitado una institucionalidad estatal ya de por sí bastante frágil y al haber desgarrado el tejido social. La guerra, dada su naturaleza, creó normas y valores sociales que legitimaron y privilegiaron el uso de la violencia en las relaciones sociales, exacerbando y universalizando la cultura de la violencia en la que ahora vivimos inmersos. Pero esta cultura no es una simple herencia de la guerra, sino que es actualizada por los comportamientos sociales e individuales cotidianos. Así, la violencia ha llegado a ser aceptada como forma posible e incluso requerida de comportamiento, convirtiéndose en una cultura, cuya mentalidad y valores privilegian la acción violenta”19.