Orlando de Sola W.
Proletario viene de prole, que es descendencia en latín. Se puso de moda en 1848, cuando publicaron el Manifiesto Comunista.
Los analistas de entonces, reunidos en Londres, plantearon una lucha entre dos clases de personas, los burgueses y los proletarios, asignando a la clase burguesa un papel revolucionario temporal y a los proletarios un papel de espectadores y beneficiarios de la lucha por la felicidad.
Según el Manifiesto, la burguesía es soberana, mientras que los obreros proletarios son mercancía, o “resorte” que mueve las máquinas del proceso productivo. Así pensaban entonces. Y así quedó plasmada la lucha entre proletarios y burgueses, dirigida por quienes consideraron necesaria la creación de un partido que represente las clases oprimidas durante el régimen transitorio que llamaron “dictadura del proletariado”, mientras llegaba el comunismo, que es la desaparición del estado y las clases sociales.
Para evitar el dominio de unos sobre otros mientras dura el modo “capitalista” de producción, propusieron abolir la propiedad, sin darse cuenta que nuestro cuerpo, pensamientos y sentimientos son la principal propiedad, que no puede ser abolida sin genocidio.
El cuerpo y algunas de sus facultades, como la fuerza motriz, puede ser esclavizado. Pero los pensamientos y sentimientos permanecen libres, aunque el cuerpo esté encadenado, a menos que por temor y falsedad manipulen nuestras mentes y corazones.
La propiedad es producto de nuestra capacidad para crear y destruir, incluyendo el dominio y sometimiento de otros. Para ello nos valemos de la fuerza bruta, el engaño y las creencias. Pero el poder, la autoridad y la influencia son para evitar esos abusos, creando nuevas oportunidades.
No podemos seguir luchando entre hermanos, que nacemos distintos, en diferentes lugares, condiciones y circunstancias. Todos somos herederos potenciales del gran caudal de cariño, confianza y optimismo, que fluye cuando nuestra voluntad y raciocinio se combinan para el bien. Cuando esto no sucede, debemos buscar mejor liderazgo para dirigir la cosa pública, con especial énfasis en los periodos de crisis.
Las crisis del estado salvadoreño no es por las finanzas del gobierno, sino por las carencias en los hogares, que viven en permanente escasez de bienes y servicios para una mejor vida. Cuando no hay libertad, ni propiedad de nuestro cuerpo, pensamientos y sentimientos, su defensa y conservación corresponde al individuo, pero también al estado y al mercado, que son nuestros principales ordenamientos sociales.
Cuando el estado no garantiza esos derechos en el territorio nacional, las personas buscan otros lugares, donde los riesgos y amenazas son menores. Eso sucede cuando proletarios y burgueses olvidan que la propiedad es solo una extensión de la persona, que debe ser amable, confiable y optimista, no lo contrario.
Las carencias y abundancias del ser, hacer y tener son determinantes. Pero hemos de recordar que el ser no se define por lo que hacemos y tenemos, sino por lo que pensamos y sentimos.
No es aconsejable seguir esa lucha estéril entre los que tienen y los que no, porque todos tenemos, hacemos y somos, desde distintas posiciones, condiciones y perspectivas. No es buena la lucha entre personas resentidas, cuya cosmovisión depende de la imaginación y la exageración. Ese resentimiento sirve para dividir, marginar y destruir, no para crear.
La presente crisis, que no es fiscal, ni financiera, no puede ser resuelta con payasadas, chocolates y malabarismos. Necesitamos repensar el estado, su misión, plan y objetivos, que han sido olvidados por la politiquería, o tal vez nunca los tuvimos. En todo caso, es mejor repensar nuestra visión de nación como personas responsables que como dos bandos que se detestan por lo que tienen, lo que hacen y lo que no son.
Una vez hecha esa introspección nacional, debemos reconstruir los organismos e instituciones que necesitamos para alcanzar los objetivos nacionales, ahora obscurecidos por la demagogia partidista y las creencias equivocadas, que nos dividen entre mujeres y hombres, viejos y jóvenes, obesos y flacos, tontos, útiles y demás estamentos que nos separan, exagerando la necesidad de organismos e instituciones estatales para satisfacer nuestras necesidades básicas. En el futuro tendremos que financiarlas con austeridad, ahorro y honestidad.
Solo Sóter puede salvarnos. Hay que buscarlo en la mitología griega, o en el drama salvadoreño escrito por Francisco Gavidia.