Luis Armando González
Sin mayores preámbulos, a juzgar por cómo son justificadas las actuaciones de la Sala de lo Constitucional por parte de algunos sectores del país, se podría afirmar que ha prosperado una visión equivocada del significado de la separación de poderes y, por lo mismo, del significado de los pesos y contrapesos en un ordenamiento republicano democrático.
Ha prosperado en El Salvador, y en otras partes de América Latina, una visión discutible tanto de la separación de poderes como de los necesarios pesos y contrapesos que deben existir en toda república democrática. Esa visión, que algunos sectores del país defienden, no puede ser aceptada como un dogma indiscutible, sino que debe ser sometida a una valoración crítica, con el objeto de ponderar sus limitaciones y sus riesgos jurídico políticos.
Hay que comenzar por recordar lo sustantivo de la concepción de la separación de poderes y de los pesos y contrapesos.
En el meollo de la misma está la preocupación por los abusos de poder que pueden generarse desde los ámbitos en los que se concentra el poder del Estado. Justamente, la separación de poderes en tres esferas (Ejecutiva, Legislativa y Judicial) constituye una respuesta a ese peligro, pues con ello se evita el poder concentrado en una sola instancia.
Junto a ello, está el diseño de los pesos y contrapesos que, mediante mecanismos institucionales claramente establecidos, entra en acción cuando se dan excesos en el uso de poder por parte de cualquiera de las esferas de poder estatal. Fuera del Estado, el gran control en el ejercicio temporal del poder lo ejerce la sociedad con su derecho a otorgar y revocar mandatos a través de procesos electorales periódicos.
En conjunto, lo que se pretende es que al interior del Estado se dé el equilibrio de poder necesario, por un lado, para evitar la concentración y los abusos a partir del mismo; y por otro, para responder desde la integralidad estatal al bien común, o como decía Rousseau al interés general.
Sobre este último aspecto, es preciso no perder de vista que el Estado como un todo tiene una responsabilidad para con la sociedad, por cuyo bienestar debe velar. El debate republicano y democrático moderno, desde Maquiavelo en adelante, asume que la sociedad no es homogénea, sino más bien todo lo contrario: está atravesada por desigualdades y exclusiones no solo económicas, sino también culturales, de género, etc., que comprometen al Estado en la defensa de quienes se encuentran en desventaja –el pueblo decía Maquiavelo– respecto de quienes concentran poder económico.
Esto implica una obligación estatal por el bienestar de la mayoría, lo cual se convierte en la mejor medida del bien común. Pero esta obligación es del Estado como un todo, no de uno de sus ámbitos de poder en exclusiva, y para llevarla a efecto se requiere precisamente de una armonización de los poderes que lo constituyen. En este sentido, en el interior del Estado no puede estarse librando una batalla permanente entre el poder Legislativo, el poder Ejecutivo y el poder Judicial, pues ello es contraproducente para sus responsabilidades ante la sociedad. Antes bien, la tesis del equilibrio de poderes se refiere a esa estabilidad estatal que es de rigor para que el Estado pueda asegurar la felicidad de la república.
En El Salvador, esa estabilidad estatal, esa armonía estatal esencial para atender al bien común de la sociedad se ha convertido en algo casi imposible, a partir de la implementación de un ejercicio de poder por parte de la Sala de lo Constitucional, que ha asumido que lo suyo es actuar permanentemente en contra de las otras dos esferas de poder del Estado, especialmente en contra del Ejecutivo.
Hay elementos de juicio que permiten entender ese ejercicio de poder a partir de intereses políticos. Pero lo que se explora acá es la visión jurídica con la que el mismo se pretende justificar: la separación de poderes y la necesidad de los pesos y contrapesos. Y eso nos lleva a lo central de esa concepción.
Retomemos la finalidad de la misma: evitar la concentración de poder es una sola esfera estatal y contener/corregir los abusos de poder. Lo primero supone la división de poderes, es decir, la distribución del poder estatal en tres ámbitos, llámeseles “poderes” u órganos, que son las máximas instancias de poder estatal.
Es decir, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial poseen una cuota del poder del Estado, del cual forman parte, cada uno con sus funciones específicas, pero sin una importancia superior el uno respecto de los otros.
Asimismo, dada la cuota de poder que poseen, cualquiera de las tres instancias puede abusar de ella, esto es, puede excederse en sus atribuciones no sólo de cara a las otras instancias, sino de cara a la sociedad.
Y es aquí que cobra sentido el mecanismo de los pesos y contrapesos, que apunta a un control recíproco para evitar abusos de poder o para corregirlos.
Por lo anterior, es equivocado –incluso aberrante— entender el mecanismo de los pesos y contrapesos como un ejercicio de control que es atribución exclusiva de una de las esferas de poder estatal respecto de las otras, por ejemplo de la Sala de lo Constitucional respecto del Ejecutivo y la Asamblea Legislativa. Los pesos y contrapesos apuntan a un control recíproco, pues de lo contrario uno de los poderes del Estado –el Órgano Judicial a través de la Sala de lo Constitucional— quedaría fuera de cualquier control, con el subsiguiente riesgo de abusos y excesos, tal como está sucediendo en estos momentos en El Salvador.
La creencia de que la Sala de lo Constitucional no debe estar (ni está) sometida a ningún control ha llevado a los detentadores de una importante cuota de poder jurídico-político a cometer desmanes y excesos, precisamente por habérselas ingeniado para eludir los controles estatales que también se deben aplicar a ellos.
Muchos aplauden esta jugada como audaz, valiente y otros calificativo nos menos estridentes, sin reparar en las graves consecuencias institucionales que se derivan de tener una instancia de poder estatal sin control alguno. No sólo se violentan preceptos esenciales del republicanismo democrático, sino que se da por aceptada la existencia de un ejercicio de poder ajeno a cualquier control, pero que puede controlarlo todo.
Así las cosas, se ha incubado en el país un poder casi absoluto, discrecional, que está por encima de la sociedad y el Estado. Ninguna doctrina seria lo legitima, ningún autor respetable tampoco, pero más allá de eso lo grave son las implicaciones prácticas de un ejercicio de poder –el emanado de la Sala de lo Constitucional— que se concibe como un ente controlador de todo lo que hacen las otras esferas de poder estatal, lo cual da pie a un tensionamiento al interior del Estado que le impide trabajar como un todo, como un solo cuerpo, por el bien común.
Quizá esto sea lo más preocupante: la Sala de lo Constitucional erosiona, con sus excesos fuera de control, el necesario equilibrio y estabilidad que debe existir en el Estado para conducir a la sociedad salvadoreña hacia el bienestar, la justicia y la igualdad. En fin, con sus excesos en el ejercicio de su poder, la Sala de lo Constitucional obstruye el funcioamiento normal de los otros Órganos del Estado, y, más aún, ese funcionamiento se ha convertido en objeto de su labor jurisprudencial. Es aberrante, pero es hasta donde hemos llegado en esta democratización nuestra, tan plagada de sinsentidos.