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Protocolo contra la tortura

José M. Tojeira

Que la tortura es una infamia y una grave violación de los Derechos Humanos lo sabemos todos. El artículo número cinco de la declaración universal  de los DDHH aprobada en 1948 dice textualmente: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes” (Art. 5). A pesar de ello, en demasiado países se continúa con  prácticas que pueden ser calificadas como tortura o que se acercan a la misma. Incluso se llega a debatir con un cinismo absoluto lo que es tortura o no, sin reflexionar en el conjunto del artículo mencionado que incluye tratos crueles, inhumanos o degradantes. El recién elegido presidente de los Estados Unidos, por poner sólo un caso, defendía que la simulación de ahogamiento en agua a los detenidos no era tortura. El problema es serio no sólo respecto a la práctica, sino también respecto al pensamiento existente tanto en la población como en algunos miembros de la policía o funcionarios del Estado. Y como decimos, no sólo entre nosotros, sino en demasiados países de nuestro entorno.

En El Salvador hemos crecido en institucionalidad desde una etapa, la de la guerra civil, en la que la tortura era frecuente. Tortura sicológica, con abundantes amenazas de muerte, y tortura física de todo tipo. La violación de mujeres, otro delito de lesa humanidad, se usaba muchas veces como forma de tortura. En la actualidad, aunque ha disminuido notablemente la práctica de ese tipo de actividad, comienza a haber un cierto repunte de acciones cercanas a la tortura, incluido el modo de llevar a cabo en las cárceles las medidas especiales. El mal trato no es algo aceptado por la mayoría de los mandos ni practicado por todos los policías. Pero comienzan a extenderse las amenazas de terminar en una bolsa, los golpes e incluso el poner la pistola en la cabeza o en la boca de algunos detenidos mientras se les amenaza o se les pide confesiones. Las palizas a grupos de detenidos han sido documentadas por algunos medios de comunicación, y las medidas especiales, si hacemos caso al informe de la Procuraduría de Derechos Humanos sobre las cárceles, se acerca mucho, por no decir supone claramente, tratos crueles y degradantes.

La obligación de impedir la tortura es textualmente constitucional. En la sección primera de la Constitución salvadoreña, dedicada a los derechos individuales, se garantiza junto con el derecho a la vida el derecho a la “integridad física y moral” (Art. 2). Se supone en este contexto que tanto las autoridades como la sociedad civil deben estar atentas contra cualquier forma de actuar que suponga tortura o tratos crueles y degradantes. Pero la cultura autoritaria, todavía con demasiado peso en El Salvador, justifica demasiadas veces desde los malos tratos en el hogar hasta las palizas. El hecho de que para pertenecer a una pandilla haya que pasar por un severo mal trato físico es narrado con frecuencia en reportajes e incluso estudios no como una práctica aberrante, sino como algo sin demasiada importancia y casi folclórico. Venimos de tiempos de violencia, de machismo y de brutalidad, y la historia contemporánea tan plagada de homicidios no nos ayuda demasiado a reaccionar frente a la parte negativa de nuestra tradición violenta. Al revés, hay demasiado ruido pidiendo curar la violencia con violencia.

Al celebrar los 25 años de los acuerdos de paz el gobierno actual introdujo el tema de la cultura de paz. Crear cultura de paz supone defender la vida, rechazar la violencia, ver el diálogo como camino imprescindible en la solución de conflictos, acrecentar la solidaridad, fomentar la generosidad y preservar el medio ambiente. Todo un proyecto espléndido de convivencia nacional si lográramos dar pasos rápidos en esa dirección. Pero avanzar hacia ese objetivo significa implementar leyes, eliminar prácticas estatales o sociales en contrario y establecer políticas coherentes tanto en el campo familiar como referidas al sector de los jóvenes. En esa dirección sólo podemos avanzar dando pasos concretos. Uno de ellos es comprometernos en tratados internacionales que mejoren la garantía de respeto a derechos básicos. Es cierto que ya en 1994 se firmó la Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura. Allí se dice que “se entenderá por tortura todo acto realizado intencionalmente por el cual se inflijan a una persona penas o sufrimientos físicos o mentales, con fines de investigación criminal, como medio intimidatorio, como castigo personal, como medida preventiva, como pena o con cualquier otro fin. Se entenderá también como tortura la aplicación sobre una persona de métodos tendientes a anular la personalidad de la víctima o a disminuir su capacidad física o mental, aunque no causen dolor físico o angustia psíquica” (Art. 2). Sin embargo, el Protocolo de las Naciones Unidas contra la tortura no se ha firmado todavía.

En ese contexto, y para dejar clara la voluntad de cultura de paz, sería importante ratificar el Protocolo Facultativo de la Convención sobre la Tortura de las Naciones Unidas. Se podría decir que viniendo de una época en la que se torturaba, se nos olvidó ratificar ese convenio y su protocolo adicional. Ahora que se afirma que ya no se tortura, no debería haber ningún obstáculo para ratificar el protocolo mencionado. Realidad tanto más necesaria cuando se están dando suficientes elementos que nos indican que el artículo 5 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos contra la tortura no está muy claro en las cabecitas de políticos, autoridades y una suficiente proporción de la misma población. Firmar este Protocolo significa establecer mecanismos internos en El Salvador para supervisar cualquier tendencia a realizar tratos degradantes o crueles, así como, si se diera, actos de tortura. Firmarlo no sólo sería un paso preventivo importante, sino también un acto de coherencia con la publicitada cultura de paz. Y si además tenemos en cuenta que somos el único país centroamericano que no lo hemos ratificado, el hecho de hacerlo nos ubicaría también dentro de un sistema de respeto a la persona que va imponiéndose cada vez más en la región, a pesar de sus graves problemas.

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